Pues aquí tenemos la almohada, la yukata y la habitación de las que hablaba ayer. La almohada es un saco de red relleno de unos canutillos, como si cortásemos en trocitos unas pajitas de refresco, pero el material es mas grueso y flexible, parecido a una manguera en miniatura. Ando loco pensando en comprar una para llevarme a Madrid porque deja lo viscoelástico y ergonómico por los suelos. No sé si podré vivir sin estos canutillos que cooperan como japoneses minúsculos para crear un refugio perfecto en el que mi sueño sea lo más parecido posible al ideal de dormir flotando en el éter ingrávido. Tal vez pregunte el el hotel si me vende una.
Nos habíamos quedado en que me dormí en un instante, aproximadamente a las diez o las once de la noche. Me desperté a las cuatro y media, también en el acto. No es que yo sea de despertar lento, pero tampoco suelo saltar como el Conde Drácula cuando sale del ataúd como un resorte. Me vino bien, porque pude hacer backup de las fotos del día anterior mientras daban las cinco, hora en la que habíamos quedado en el vestíbulo con Miguel para ir a Tsujiki, la lonja de pescado de Tokio.
Compramos unas guarradas en el 7eleven. De momento consigo resistirme a los bocadillos de fresas y a los de espaguetis. Me llevo un bollo de fresa con forma de zurullo y una lata de café con leche Boss que quema un poquito. Cogemos el metro y llegamos a Tsujiki ya amanecido. Por el camino nos cruzamos con gente más madrugadora que nosotros ya de vuelta.
Este sitio, la lonja de pescado de Tsukiji, ha quedado enmerdado para siempre por Isabel Coixet y su asesina de los mochis de fresa, pero aún interesa. Realmente, al mercado en sí solo te dejan entrar a partir de las 9 de la mañana, cuando ya no hay actividad alguna. Antes de esa hora se puede deambular por las partes que hacen de sala de despresurización entre el mercado y la ciudad. Un montón de explanadas techadas llenas de camiones haciendo carga y descarga y surcadas por enjambres de motocarros y carretillas motorizadas en las que el conductor va de pie agarrado a un volante del tamaño de una paella de doce. Hay que tener cuidado porque son muchas y veloces, es fácil que te atropellen si andas un poco atolondrado. El lugar tiene un ambiente bastante Firefly, tipo planeta de pescadores cochambrosos donde vamos a aterrizar sólo por un par de horas para resolver un asunto pendiente y al final nos vemos envueltos en un lío con la Alianza. Sin darnos cuenta nos metimos en el corazón del mercado y antes de que nos echasen nos dio tiempo a hacer un par de fotos. Por ahí nos cruzamos con un pescadero peinado al más puro estilo Jareth que habría hecho las delicias de Ana, pero ella no quiso acudir a la llamada del pescado. Desde luego no dejamos pasar la oportunidad de hacer un video que teníamos pendiente y desayunar sushi fresco. Hicimos cola de unos 15 o 20 minutos en un restaurante de esos de barra y allí nos apretamos el sushi más suculento que he catado en mi vida. Un tazón de arroz cubierto de atún rojo, huevas de salmón y erizo de mar que quitaba er sentío, regado por té verde, deliciosa y humeante sopa miso y un par de cervezas tamaño estibador intergaláctico que me supieron a la mismísima gloria. Sin contar las cervezas el menú cuesta 25000¥, y por supuesto que los tienen más baratos y más caros en estas callejuelas mercado que hay entrando a la lonja y en las que encontraréis las colas de gente esperando su turno en una de estas barras. En cuanto a las cervezas no me acuerdo de lo que costaron pero que aquí en Japón una cerveza servida en un lugar de comer o beber cuesta entre 500 y 700¥. Si te la compras en el 7eleven unos 200 el medio litro.
Con la panza bien llena dimos un garbeo por las calles circundantes, que alojan un mercado de verduras, cacharros, pescado en conserva, encurtidos y, por supuesto, dulces. Aquí tienen obsesión por los dulces. Dos de cada tres tiendas vende mochis y derivados, y por todas partes se encuentra uno puestos de dulces calentitos. A veces los escaparates de las pastelerías parecen los de esos establecimientos donde la gente que se va a casar encarga unos artículos inútiles pero bonitos para repartir a sus invitados. No paséis de largo porque son pasteles, y me pienso pasar el viaje entero probándolos todos. Aquí al lado de Tsujiki le hincamos el diente a unos mochis con aspecto de caseros en los que la parte exterior parecía de espinacas pero supongo que era como siempre de té verde. La interior por supuesto era de judías rojas. Los mochis, que todavía no lo he explicado, son unos pasteles de textura elástica que consisten en una bola echa de algo de arroz con un relleno dulce que casi siempre está hecho con judías rojas. Como el exomochi tiende a ser pegajoso, unas veces los enharinan y otras veces los envuelven en una hoja de cerezo. Hay otros por ahí que aún no he probado pero me llaman bastante con endomochi de fresa. Auténtica fresa, una fresa metida dentro, vamos.
El día estaba soleado, aunque corría un vientecillo bastante fresco, y decidimos caminar hasta una estación JR de algún lugar cercano a Ginza. Por el camino estaba todo lleno de ejecutivos trajeados y cruzamos varios scalextrics de autopistas y vías de tren. Aquí voy a hacer otra pausa para hablar del japonesismo y de una de las cosas que me hacen pensar que la distancia entre Japón y España es tanta como la que hay entre España y Ecuador. En la planta baja está Ecuador, en el primer piso España y en el segundo Japón, se entiende, siendo la planta baja una puta mierda con perdón y poniéndose mejor la cosa contri más se sube. El tráfico, los coches, los trenes, el transporte... Estos son los auténticos indicadores del nivel de civilización, amigo lector. Las ciudades japonesas están construídas alrededor de las vías de transporte, no al revés. Las autopistas y vías cruzan derechitas camino de su destino y la ciudad se construye a su alrededor, debajo de ellas. El lector atrasadillo que aún piense que tener coche es lo más y que te da independencia y libertad y que es menester tener el carnet de conducir porque nunca se sabe y todas esas mentiras que nos tenemos tan bien aprendidas estará pensando que me contradigo, que esto que hacen en Japón es poner la ciudad al servicio del tráfico. Y yo respondo que nones, porque resulta que aquí, en una ciudad de 35 millones de habitantes, no veréis un solo atasco. La explicación es que además de haber construído esta red de transporte práctica, en contraposición a esa cosa absurda de darle vueltas a la ciudad con circunvalaciones y rotondas por doquier, en las ciudades Japonesas no hay aparcamiento. Esto es el colmo de la civilización y se me llena la boca al decirlo. Si quieres te compras un coche, pero te lo aparcas en el recto, porque en la calle no lo puedes dejar. Así mismo, en la calle no tienes un puñetero espacio donde dejar los coches. Por supuesto todos los bajos de los edificios son cocheras (que no suelen estar cerradas) en las que el propietario mete su cochecito, si es que le interesa pagar por las dos cosas. ¿Qué cojones es este invento del caciquismo occidental de que un tío se compre un objeto del tamaño de un coche y vaya por ahí dejándolo en medio de la calle? Tienes derecho al transporte privado, pero tus cositas te las guardas en tu casa. Por supuesto hay parkings que te cobran astronómicas cantidades de yenes por dejarte aparcar tu cochecito un rato, jijiji. Maravilloso. Japón 2, Occidente 0. Por consiguiente la gente hace uso del transporte público, luego el transporte público es la leche. También resulta que si te pescan conduciendo con cualquier cantidad de alcohol en la sangre pierdes el permiso de conducir y, si eres funcionario, también el empleo. Bravísimo.
Volviendo al sur de Ginza, nos cruzamos con algunos carteles publicitarios del teatro en los que todos los actores eran hombres. En uno de ellos se veía un vampiro bastante fumanchúsico intentando morderle el pescuezo a una dama un tanto masculina.
Nos citamos con Ana en la estación de Tokio, y tomamos el shinkansen para Nikko. En el shinkansen descubrí tres cosas, las botellas de té con leche, el váter con chorro y calefacción y el venca japonés. El té con leche embotellado es delicioso y no habrá un día en Japón en que no me desayune una botella. El váter con chorro es una maravilla si no tienes en tu casa espacio para un bidet; de una sentada sales cagado y lavado, si bien lo de encontrarte la tapa del váter caliente en un lugar público puede resultar algo repugnantillo. Lo del chorro, como puedes inferir, es que le das a un botón y se escucha un sonido robótico que precede a un chorro de agua que va derechito a tu tercer ojo. Ciertamente derecho no va, pero ya ahí juega la habilidad del usuario para ir desplazándose ligeramente y dejar la zona completamente saneada. Tiene otro botón que dice spray que es para lavarse el coño, se trata del botón íntimo. Hay un tercer botón para regular la presión del agua. Y mientras cagas de esta manera tan futurista puedes entretenerte leyendo el venca que te dejan en cada asiento. Un catálogo de artículos locos que espeluzna. Nada más abrirlo me encontré con una señorita que llevaba metido en la boca una especie de embudo con la parte que queda asomando en forma de labios voluptuosos. Qué es lo primero que uno piensa, pues que se trata de una herramienta para poder obligar a alguien a que te practique una felación eliminando el riesgo de mordisco, pero claro, semejante atrocidad no puede ser ni en Japón. Con la ayuda de unas flechas dibujadas sobre el rostro de la usuaria acabé llegando a la conclusión de que se trata de una herramienta para hacer gimnasia facial y elevar los pómulos. También venden un saco de dormir para dormir sentado. Te metes dentro y te echas unos ataderos a la silla y ahí duermes como un gusiluz lo mismo en la oficina que en el coche. Ni que decir tiene que eché el venca a la mochila y me lo llevé para casa.
Con tanto entretenimiento y velocidad ha llegado uno al destino en un decir Jesús y se apea en la estación de Nikko, que es una especie de pueblito invernal de estación de esquí. Una calle principal con comercios cerrados que se dirige a la zona de los templos. En Nikko está la concentración de templos más importante de Japón. Miguel y Ana estaban hasta la brinca del coño de templos, pero nosotros no habíamos visto más que uno, así que al final entramos todos. Parece ser que estos de Nikko son de los más espectaculares, y además están todos juntitos. Por una entrada de 1000¥ se saca un pase conjunto que te permite verlos todos menos el de los gatos y la parte alta del que está cubierto. Me explico: hay un templo decorado con gatos por todas partes y que creo tiene algo que ver con ese gato dorado que menea una pata como diciendo ven en todas las tiendas de chinos y luego hay un templo alrededor del cual han construído una nave industrial que lo cubre por completo. La nave también te permite ascender y observar de cerca el tejado y las zonas altas del templo; también lo protege de los elementos y hace que algunos turistas paguen un suplemento de la entrada, porque con el pase general no te dejan subir a la parte de arriba.
Todos los demás templos son molones, y tienen muchos colores y mucho dorado, y está lleno de esos tres monos que se tapan uno los ojos, el otro la boca y el otro los oídos que también se puede uno encontrar en ciertos castillos medievales españoles. El visitante tendrá que quitarse los zapatos para acceder a algunos de ellos, con lo que conviene llevar unos calcetines gordos, porque se le helarán los pieses. Además está todo lleno de nieve amontonada que debe haber caído recientemente y lo hace todo bonito y pintoresco. A medio camino nos dan a probar té verde calentito y nos comemos unos deliciosos mochis de limón. Aquí veo por primera vez en todo el viaje un japonés con culo. Va en chandal y se pasa las horas fotografiando cosas absurdas con el móvil, lo que me hace sospechar, junto con su labio inferior abultado y colgante, que el pobre es un poco monguer. También hay cantidad de esos titanes colorados tan molones que escoltan las puertas de los templos que tienen colmillos, una panza grande y musculosa y los pezones con forma de flor. En el más grande de los templos hay tres budas doraos, uno con dos mil brazos y otro con una especie de virgen en la cabeza. En los carteles dice que no se les puede echar fotos, pero yo probé y en verdad sí que se puede. Lo mismo pasa con un dragón guapísimo que hay pintado en el techo de otro de los templos.
En algún punto de este periplo nos encotramos con una pareja de españoles que nos dijeros que éramos los segundos españoles que se encontraban en nueve días. Andrés, Ana y yo no les hicimos ni puto caso porque estábamos haciendo el mamarracho para una foto, y Miguel les dijo que mucho mejor así sin españoles. Se fueron por donde habían venido.
A la vuelta comimos en un lugar que debe ser famoso. Es un restaurante muy pequeñito en el que sólo hay tres mesas y cuyas paredes y techo están cubiertos de papelillos y fotos que los clientes van pegando por allí. Casi todos son españoles, más concretamente catalanes. Nosotros dejamos también unos papelillos como prueba de nuestra presencia allá antes de apretarnos unos exquisitos ramen en sopa y unos pinchitos de pollo con una salsa así como dulce que estaban deliciosos. La cuenta fueron cuatro duros y la señora fue amabilísima y nos marchamos camino de Tokio porque empezaba a hacer una rasca de pelotas y no queríamos perder el último tren rápido.
Por la calle principal de Nikko vi por primera vez algo que me hartaré de ver en días sucesivos. Son unas figurillas que coloca la gente en el jardín y las tiendas que representan a un sonriente roedor con sombrero de paja y bastón, aunque su característica principal es que tiene unos testículos gigantes que le arrastran por el suelo. Creo que había oído hablar de él en Hokkaido Highway Blues, crónica del viaje en autoestop que hizo Will Ferguson recorriendo Japón de sur a norte persiguiendo a la dichosa sakura. Ferguson contaba que se trata de un bichejo mitológico que acecha en los bosques, atrae a las mozas con subterfugios y las posee en contra de su voluntad.
En algún momento de la excursión a Nikko probamos los kitkat de té verde, que saben prácticamente igual que los de toda la vida, y la cocacola en botella de aluminio de las máquinas de vending. Lo de la cocacola fue con la esperanza de que estuviese mucho más buena que la española, como pasa con la de Estados Unidos, pero no, está igual.
Bajamos en Ueno y visitamos una tienda de juguetes y un nekko bar. El nekko bar es un bar de gatos, por lo que me la juego y os aseguro que nekko es gato en japonés. Las únicas palabras en japonés que he aprendido en todo el viaje son nekko y tako, que es pulpo. A decir verdad el nekko bar no lo visitamos porque entrar cuesta dineros, a razón de 1000¥ la hora, y además yo soy alérgico a los gatos, pero en la puerta tienes unas fotos de todos los mininos que podrás encontrar dentro, con sus nombres y unas sencillas normas que te piden que no les toques las pelotas a los animalejos. Desde la puerta se ve a dos gatos que pasan de la compañía y están subidos en sendas peanas situadas en una columna de esas pensadas para los gatos pero a las que los gatos nunca hacen ni puto caso.
La juguetería tiene cinco plantas. La primera está dedicada prácticamente a los accesorios para el móvil. Tanto fundas con pedrería, como pegatinas con relieve y esos muñecajos que se cuelgan del aparato y que no sirven para nada. También venden unos muñequitos minúsculos con forma pingüino o calamar que los metes en una botella de plástico llena de agua y les haces señas con la mano que ellos obedecen. Si les dices que suban, suben; si les dices que giren, giran... Toda una obra de ingeniería en un cacharrero sumergible de dos centímetros. Luego tienen diferentes secciones, que si star wars, que si Mario Bros., y sobre todo One Piece, que es algo omnipresente en el país, el merchandising de One Piece cunde como la mierda y lo mismo te viene con el Happy Meal que aparecen en la publicidad de los parques de atracciones. Se lo curran en la ambientación, y cuando te acercas a la sección correspondiente de la juguetería escuchas una musiquilla identificativa. Ejemplo, vas por los pasillos y escuchas bajito la musiquilla del Castillo de Bowser. Si la sigues acabarás ante una estantería llena de mil chucherías de Mario. Toallas, pañuelos de papel, muñecos, fundas para la NDS, bolis y libretitas... Luego hurgando descubres que han escondido tras un cojín con forma de cubo dorado con una interrogación en cada cara unos pequeños altavoces conectados a un reproductor pequeñín.
De ahí nos fuimos al mercado de Ameyoko. Unas callejuelas comerciales bajo las vías de tren que conducen de Ueno a Okachimachi de aspecto asiático húmedo y cálido. Domina la comida y el Pachinko pero hay muchas tiendas de ropa con aspecto de baratillo que cuesta una pasta. Triunfan bastante las cazadoras de baseball de raso con bordados en las solapas y la espalda. Bordados con mucho dorado y motivos kistch asiáticos como tigres, gallos o dragones. El lugar se parece mas a lo que uno espera de Saigón que de Tokio. En algunas callejuelas se ofrecen masajes, alguna vez lo ofrece una mujer, pero cAsi siempre lo hacen unos señores. Estas calles se distinguen fácilmente por la proliferación de los negocios en las plantas superiores de los edificios y porque empiezan a aparecer los grupos de señores que charlan y fuman ociosos en la calle. Quien haya estado en la zona del rastro circundante a la plaza del General Vara del Rey los identificará en seguida con los gitamos que permanecen allí echando la mañana con la americana puesta pero sin meter los brazos por las mangas mientras sus mujeres trabajan en los puestos. Pues eso, que andan por allí encargándose de la gestión de residuos.
Ana y Andrés se marcharon al hotel mientras Miguel y yo íbamos por ahí en busca de unas takoyaki, que, como el lector avezado habrá descubierto ya, no son otra cosa que unas deliciosas bolas de pulpo, suaves albondiguillas típicas de Osaka que Miguel probó allí y de las que se quiere despedir. Andábamos en su busca como buenos machos de mentón prominente que salen a jugarse la vida para alimentar a la tribu cuando sonó el teléfono. Que suene el teléfono en semejantes circunstancias sólo puede significar desgracia. Andrés había perdido su Japan Rail Pass, o lo que es lo mismo, había perdido el salvoconducto para viajar en tren por todo el país, tanto en tren local como en shinkansen o tren de la bruja. Lo típico de cuando uno lleva un billete de 500€ en el bolsillo y se te pierde, vamos. En un principio fue un tanto dramático porque pensamos que la broma nos iba a costar bastante más pasta y recorrimos todo lo andado desde la última vez que lo usó para salir de la estación de Ueno. Hurgamos en cada tienda y cada acera, pero no hubo suerte. Ni el departamento de objetos perdidos ni la policía de la estación sirvieron de nada, alguien debió barrer la tarjetita pensando que era un papel sin valor. Lo jodido es que aunque el papelito va a tu nombre y para comprarlo es necesario el pasaporte y toda la movida, si se te pierde te jodes, porque no te hacen un duplicado. Debe ser que en la mente japonesa no coge la idea de que se te pierda algo que vale 500€. A decir verdad en la mía tampoco tiene muy buen acomodo, pero lo cierto es que sucedió. Ya en el hotel, agotados, tras haber calculado exactamente cuánto nos iba a costar el accidente y tras haberme bebido un litro de cerveza, convinimos en que tampoco merecía la pena amargarse el viaje por algo que se puede solucionar con una cantidad asumible de dinero y cenamos con el espíritu un poco más festivo. La cen consistió, además de en la cerveza, en unas guarrerías compradas en el Lawson. Gelatina con trozos de fruta, yoghurt de aloe vera, patatas con sabor pimienta y mantequilla y algún mochi.
Me bajé al baño a cocerme durante un rato y me encamé exhausto esperando dormir por vez primera sin acusar el jet lag.