ZZzzzzzZzzzzz....... Luces parpadeantes.
6:50h. Madrid.
Me despierta el ruido de la ducha del vecino. Abro los ojos y observo unas luces parpadeantes reflejarse en el techo. Es mi teléfono, que también me sirve de despertador. Es la segunda vez que esto sucede, parpadea pero no suena.
El vecino es un tarado que duerme 4 horas al día y escucha la misma canción 20 veces seguidas, y se niega a instalar un limitador de presión en las tuberías para que no nos despierte el ruido de su ducha, pero precisamente hoy me ha despertado a tiempo. Anoche, excepcionalmente, me dejé preparada la ropa que me tengo que poner hoy, así que me la pongo como Supermán en la cabina y salgo a la calle con la maleta. Corro como un gitano con dos jamones hasta la ruta y la pillo por los pelos.
A pesar de que hoy vuelo a Nueva York, he decidido ir a trabajar, desafiando de un solo guantazo al jet lag y a la red de transportes de la comunidad de Madrid. Como a Willy Fog (ya sé que es Phileas, pero es que no he leído el libro), alguien trata de sabotear mi viaje. En esta ocasión han echado mano de Android y el pérfido software despertador.
7:45h. Getafe.
El sabotaje continua en la oficina. Me han convocado a dos reuniones y ha surgido un problema en un programa que lleva meses cerrado. Pero salgo victorioso y lo liquido todo a tiempo para fugarme a las 12, cruzar todo el complejo de la empresa y coger el tren de cercanías de las 12:28h que me llevará a Nuevos Ministerios, donde engancho con el metro hasta la T1 del aeropuerto de Barajas a las 13:20h.
13:20h. Barajas.
Un pikmin, asustado de ver el tamaño de las maletas con las que tendrá que cargar. |
Tengo tiempo de poner una reclamación a Air Europa, que nos ha retrasado 24 horas el vuelo de vuelta, y de esperar a Andrés, que llega como un pikmin con dos maletas y la lengua fuera a las 14:30h.
Llevamos un maletón del tamaño de una nevera mas las dos maletitas de mano pareadas. La grande va prácticamente vacía, y dentro llevamos un mochilón plegado por si acaso hubiera falta de espacio a la vuelta. Nos han advertido que las compañías aéreas no suelen aceptar maletas que superen el límite de peso ni aunque sean compartidas por varias personas.
En facturación nos libramos de la nevera y pasamos los controles pertinentes hasta la zona de facturación. Relajados, tomando el sol y mirando a través de un escaparate que da a las pistas de parking de aviones nos apretamos un menú de plástico con macarrones y butifarra.
Viendo cómo los aviones maniobran al sol medito sobre la circunstancia actual. Quién me iba a decir a mí, cuando era un niño secuestrado en un huerto, haciendo balates que iba a volar, hacer videollamada, quedarme calvo y conocer América antes de la senectud. El futuro ya está aquí.
Precisamente a través de otro instrumento futurista, el internet móvil, he recibido buenos deseos y parabienes de Sa, que me ha recomendado ir al Museo de Historia Natural y al Museo de las Ballenas de New Bedford. Esto segundo no puede ser, pero de ahí surge la emocionante idea de hacer un viaje con Sa y Gafas a New England, tierra de Poe, Lovecraft, Melville, Hawthorne y Thoreau.
Esperando para embarcar, un new yorker hijo de español se incorpora a nuestra conversación y nos aporta una serie de datos sobre la ciudad. Nos recomienda recorrer la orilla del Hudson, nos advierte sobre la omnipresencia de la comida, nos informa sobre la seguridad en Manhattan —te puedes dormir en el césped con el iPad en la mano, dice literalmente—, nos ayuda con el cuestionario de aduanas y nos asombra con un dato: el sueldo medio en Manhattan es de 78.000$ anuales.
Hablo por teléfono con mis hermanas y mi sobrina Alicia y me despido justo antes de embarcar.
16:15h. Barajas.
Embarcamos y despegamos a tiempo, nos comemos otros macarrones inmundos y echo una microsiesta, lo justo para espabilarme y no tener problemas a la llegada con el cambio de horario.
Andrés está leyendo Wicked, de Gregory McGuire, con la intención de terminarlo antes de ver el musical de Broadway y superar sin problemas la barrera del idioma. Yo sólo llevo la Lonely Planet.
De Wicked comentamos una bonita cita que no tiene nada que ver con todo esto:
El resto del vuelo transcurre entre las risas y comentarios de uno de esos grupos de amigas treintañeras viajeras y la conversación de un matrimonio del norte que se muere por fumar.
El descenso nos hace a todos estirar el pescuezo como tortugas al sol en busca del skyline de Manhattan. Aparecen amplísimas áreas de viviendas unifamiliares que debieran ser Brooklyn y algunas masas de luces lejanas, pero sólo durante unos segundos alcanzamos a ver el legendario cogollo no sé si a babor o estribor.
Finalmente el aterrizaje se produce a las 2h españolas del día 30 de abril, pero ya estamos en América, así que toca hacer un esfuerzo por el cambio de horario.
20:00h. JKF. Brooklyn.
Ya en tierra y antes de bajar del avión se nota que estamos en un aeropuerto grande. El ritmo de aterrizajes y despegues es bastante intenso y los aviones se cruzan en las pistas cediéndose el paso unos a otros. La cola de la aduana nos lleva sólo 15 minutos, pero hemos tenido suerte, porque una vorágine enorme de gente a la espera que se ha congregado detrás de nosotros en un decir Jesús.
Nos hacen un escáner de retina, nos preguntan si hemos venido de vacaciones —se nos nota, ¿eh?—, recogemos la nevera y nos dirigimos a la salida, en busca de un taxi.
Viendo cómo los aviones maniobran al sol medito sobre la circunstancia actual. Quién me iba a decir a mí, cuando era un niño secuestrado en un huerto, haciendo balates que iba a volar, hacer videollamada, quedarme calvo y conocer América antes de la senectud. El futuro ya está aquí.
Precisamente a través de otro instrumento futurista, el internet móvil, he recibido buenos deseos y parabienes de Sa, que me ha recomendado ir al Museo de Historia Natural y al Museo de las Ballenas de New Bedford. Esto segundo no puede ser, pero de ahí surge la emocionante idea de hacer un viaje con Sa y Gafas a New England, tierra de Poe, Lovecraft, Melville, Hawthorne y Thoreau.
Esperando para embarcar, un new yorker hijo de español se incorpora a nuestra conversación y nos aporta una serie de datos sobre la ciudad. Nos recomienda recorrer la orilla del Hudson, nos advierte sobre la omnipresencia de la comida, nos informa sobre la seguridad en Manhattan —te puedes dormir en el césped con el iPad en la mano, dice literalmente—, nos ayuda con el cuestionario de aduanas y nos asombra con un dato: el sueldo medio en Manhattan es de 78.000$ anuales.
Hablo por teléfono con mis hermanas y mi sobrina Alicia y me despido justo antes de embarcar.
16:15h. Barajas.
Embarcamos y despegamos a tiempo, nos comemos otros macarrones inmundos y echo una microsiesta, lo justo para espabilarme y no tener problemas a la llegada con el cambio de horario.
Andrés está leyendo Wicked, de Gregory McGuire, con la intención de terminarlo antes de ver el musical de Broadway y superar sin problemas la barrera del idioma. Yo sólo llevo la Lonely Planet.
De Wicked comentamos una bonita cita que no tiene nada que ver con todo esto:
—¡Oh, Fiyero! Todavía no somos viejos, pero tenemos edad suficiente para ser viejos amigos, ¿verdad que sí?
El resto del vuelo transcurre entre las risas y comentarios de uno de esos grupos de amigas treintañeras viajeras y la conversación de un matrimonio del norte que se muere por fumar.
El descenso nos hace a todos estirar el pescuezo como tortugas al sol en busca del skyline de Manhattan. Aparecen amplísimas áreas de viviendas unifamiliares que debieran ser Brooklyn y algunas masas de luces lejanas, pero sólo durante unos segundos alcanzamos a ver el legendario cogollo no sé si a babor o estribor.
Finalmente el aterrizaje se produce a las 2h españolas del día 30 de abril, pero ya estamos en América, así que toca hacer un esfuerzo por el cambio de horario.
20:00h. JKF. Brooklyn.
Ya en tierra y antes de bajar del avión se nota que estamos en un aeropuerto grande. El ritmo de aterrizajes y despegues es bastante intenso y los aviones se cruzan en las pistas cediéndose el paso unos a otros. La cola de la aduana nos lleva sólo 15 minutos, pero hemos tenido suerte, porque una vorágine enorme de gente a la espera que se ha congregado detrás de nosotros en un decir Jesús.
Nos hacen un escáner de retina, nos preguntan si hemos venido de vacaciones —se nos nota, ¿eh?—, recogemos la nevera y nos dirigimos a la salida, en busca de un taxi.
Un empleado del aeropuerto te caza a la salida y te indica sin que tengas que hacer nada dónde está la cola de los yellow cabs. Otro empleado te pregunta si vas a Manhattan y te da un papelito con los datos del taxi para que no te estafen. Un conductor africano nos pregunta la dirección y echa nuestro equipaje al maletero.
Es de noche y vamos por la autopista, de momento podríamos estar en cualquier parte, pero vamos mirando hasta dislocarnos el cuello, deseosos de reconocer la ciudad que tantas veces hemos visto sin haber estado aquí. El taxi lleva incorporada una pantalla táctil para que el viajero disponga de GPS, noticias, información meteorológica y datos sobre las tarifas del servicio. Serán 45$ mas peajes la carrera a Manhattan.
De repente —hola Josie—, el coche entra en un puente y nos damos de boca con la visión del skyline a la izquierda que me eriza todos los pelos del cogote.
A partir de aquí no hay mejor manera de describir el viaje que recurrir al GTAIV. Es tal cual como una de esas tardes en que te dedicas a robar un coche y pasear plácidamente por los distintos barrios de Liberty City pasando de las misiones e ignorando el teléfono.
Pasamos por el estadio de los Yankees, tomamos una salida de la autopista, frenazo súbito, desvío a la derecha y tal cual, barrio latino lleno de coches en doble fila, familias obesas vaciando maleteros, garajes abiertos, letreros en español, parejas negras, taxista que te da conversación, nos hemos pasado del número, pirula, pitidos de bocina al coche que se detiene sin motivo más adelante y Fort Washington Avenue, estamos en casa. 52$ mas cinco de propina, el taxista nos pregunta de dónde somos y se despide con un apretón de manos.
21:30h. Washington Heights. Harlem.
María Antonia, nuestra anfitriona —¡gracias, María Antonia!— nos recibe en su estudio y nos lleva a cenar. Decidimos que cerca, demos el día por terminado y vayamos a la cama temprano. La boca de metro de la 175st está justo en la puerta de casa, doblamos una esquina y estamos en Broadway.
Pero claro, Broadway debe ser la calle más larga del mundo, no estamos en Times Square, estamos en el barrio latino. Barberías, grocerys, un antiguo cine reconvertido en iglesia y llegamos a El Malecón (4141, Broadway, barato), restaurante dominicano donde nos apretamos un pollo asado suculento con arroz, frijoles y unos plátanos fritos. Los verdes saben a patata, los maduros a plátano. Aquí descubrimos la maravillosa costumbre neoyorquina de recibirte en todos los restaurantes con un hermoso vaso de agua del grifo con hielo que debería ser obligatoria en todas las ciudades donde el agua del grifo es potable. Esto entronca con otro maravilloso descubrimiento, aquí hay cosas por las que podrían cobrar y no lo hacen. Increíble. En cualquier caso nos tomamos unas cervezas. No tienen cerveza local, así que vengan unas presidente, 3 por 10$.
La clientela es toda hispana, pero no es el look hispano al que estamos acostumbrados en España, sino rollo caribeño, exuberante, dorado, lacado y con peluca. Todo el mundo habla español y grita como Dios manda.
24:00h. Maria Antonia's. Washington Heights.
Volvemos a casa, convertimos en cama el sofá, planeamos el día siguiente y nos dormimos en seguida. Yo me despierto a las 4 de la mañana y no me vuelvo a dormir. Debe ser el puto jet lag y los nervios por conocer la ciudad. Desde la pantalla del kindle, Virginia Woolf me indica cómo encender el aparato y ponerme a leer hasta que los demás se despierten, pero aún no he cargado ningún libro, así que intento dormirme sin éxito.
Es de noche y vamos por la autopista, de momento podríamos estar en cualquier parte, pero vamos mirando hasta dislocarnos el cuello, deseosos de reconocer la ciudad que tantas veces hemos visto sin haber estado aquí. El taxi lleva incorporada una pantalla táctil para que el viajero disponga de GPS, noticias, información meteorológica y datos sobre las tarifas del servicio. Serán 45$ mas peajes la carrera a Manhattan.
De repente —hola Josie—, el coche entra en un puente y nos damos de boca con la visión del skyline a la izquierda que me eriza todos los pelos del cogote.
A partir de aquí no hay mejor manera de describir el viaje que recurrir al GTAIV. Es tal cual como una de esas tardes en que te dedicas a robar un coche y pasear plácidamente por los distintos barrios de Liberty City pasando de las misiones e ignorando el teléfono.
Pasamos por el estadio de los Yankees, tomamos una salida de la autopista, frenazo súbito, desvío a la derecha y tal cual, barrio latino lleno de coches en doble fila, familias obesas vaciando maleteros, garajes abiertos, letreros en español, parejas negras, taxista que te da conversación, nos hemos pasado del número, pirula, pitidos de bocina al coche que se detiene sin motivo más adelante y Fort Washington Avenue, estamos en casa. 52$ mas cinco de propina, el taxista nos pregunta de dónde somos y se despide con un apretón de manos.
21:30h. Washington Heights. Harlem.
María Antonia, nuestra anfitriona —¡gracias, María Antonia!— nos recibe en su estudio y nos lleva a cenar. Decidimos que cerca, demos el día por terminado y vayamos a la cama temprano. La boca de metro de la 175st está justo en la puerta de casa, doblamos una esquina y estamos en Broadway.
Pero claro, Broadway debe ser la calle más larga del mundo, no estamos en Times Square, estamos en el barrio latino. Barberías, grocerys, un antiguo cine reconvertido en iglesia y llegamos a El Malecón (4141, Broadway, barato), restaurante dominicano donde nos apretamos un pollo asado suculento con arroz, frijoles y unos plátanos fritos. Los verdes saben a patata, los maduros a plátano. Aquí descubrimos la maravillosa costumbre neoyorquina de recibirte en todos los restaurantes con un hermoso vaso de agua del grifo con hielo que debería ser obligatoria en todas las ciudades donde el agua del grifo es potable. Esto entronca con otro maravilloso descubrimiento, aquí hay cosas por las que podrían cobrar y no lo hacen. Increíble. En cualquier caso nos tomamos unas cervezas. No tienen cerveza local, así que vengan unas presidente, 3 por 10$.
La clientela es toda hispana, pero no es el look hispano al que estamos acostumbrados en España, sino rollo caribeño, exuberante, dorado, lacado y con peluca. Todo el mundo habla español y grita como Dios manda.
24:00h. Maria Antonia's. Washington Heights.
Volvemos a casa, convertimos en cama el sofá, planeamos el día siguiente y nos dormimos en seguida. Yo me despierto a las 4 de la mañana y no me vuelvo a dormir. Debe ser el puto jet lag y los nervios por conocer la ciudad. Desde la pantalla del kindle, Virginia Woolf me indica cómo encender el aparato y ponerme a leer hasta que los demás se despierten, pero aún no he cargado ningún libro, así que intento dormirme sin éxito.
- El Malecón. 4141, Broadway. Comida dominicana, mención en el Zagat por su pollo asado. Barato.
Maravilla! Para mi Brooklyn es territorio inexplorado, apunto todo. Cuándo dices estadio de los Nicks no querrás decir de los Yankees?
ResponderEliminarMás crónicas, más!
Pues el día 1 lo pasamos entero en Brooklyn, no te pierdas la próxima entrada.
ResponderEliminarEstoo, sí, eso, el de los Yankees.
Bravo! Prolongo mi inolvidable estancia allí a través de estas crónicas!
ResponderEliminarEsta primera crónica promete futuros regocijos viajeros. I can hardly wait!!
ResponderEliminarEsta primera crónica promete futuros regocijos viajeros. I can't hardly wait!!
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