El que esté atemorizado por la extensión excesiva de las últimas crónicas no se marche todavía, por favor. La acumulación de filosofías y conclusiones tiende a posarse en las primeras entradas, de manera que poco a poco los relatos se van haciendo más concisos. En esta misma sin ir más lejos debería notarse ya. A ver qué resulta.
Este es un día de peregrinación y romería. Tras el clásico desayuno de té con leche embotellado y bollería industrial caminamos hasta Ueno para coger el metro a Asakusa, el corazón del Tokio tradicional, y ya no volvemos a utilizad el transporte público en todo el día. Corre un viento bastante fresco pero brilla el sol, las calles de Asakusa, a excepción de las calles turísticas comerciales que conducen a Sensō-ji, el templo más grande que hemos visto en la ciudad. Tiene una gran puerta escoltada por dos titanes coloraos, una pagada de cuatro o cinco plantas, casetillas varias, su pequeño cementerio y todos los detalles del templo budista moderno. Está bastante concurrido por nativos, tanto en núcleos familiares como en grupos de estudiantes —preciosos los uniformes, por cierto, que las chicas llevan cuidadosamente tuneados con un par de peluches y zapatos primosoros— y también algunos turistas. A los nativos les encanta posar y retratarse delante de cada pagoda o cada puerta, incluso más que a los extranjeros. Son graciosos los japoneses, con esas caras tan distintas que parece que está uno en un tebeo de Naoiki Urasawa y esa manía de hacer ooooooh todo el tiempo. Todo lo expresan con un ooooooooooohhhhh, pero en función de la entonación que le dan, cambiante sinusoidalmente a lo largo de la larga ristra de oes comunican en un lenguaje universal la emoción que los embarga en ese momento.
Las calles que rodean el templo están llenas de puestos de comida y tiendas para turistas. Es de los pocos sitios donde venden yukatas, que son las batas que usan en casa y que te prestan en todos los hoteles junto con unas chanclas. Yo pensé que sería un artículo de lo más exportado, pero resulta que no, que las venden en poquísimos sitios. Abanicos, chochines, monederos y jelouquitis por todas partes; mochis, pinchitos de bolas de arroz y galguerías de té verde.
A diferencia de los días anteriores, Asakusa tiene un ambiente luminoso, doméstico y despejado. Gente sin disfrazar, amas de casa con su carrito de la compra, supermercados, librerías de segunda mano, pequeños negocios familiares, papelerías y si uno se pierde por las callejuelas encuentra mogollón de tiendas de juguetes tradicionales, como petardos y cometas. También hay pachinko slots como los llaman por aquí. De estos hay en todas partes. Aquí, según la Lonely Planet, está también uno de los sentos más mejores y auténticos y antiguos de todo Tokio, pero es tempranito aún para sumergirse en aguas humeantes. Tal vez otro día.
Decidimos llegar hasta Ginza caminando en paralelo al río, tarea que nos va a llevar una buena parte del día. Cuando el hambre empieza a apretar nos mezclamos entre las callejuelas bajo las vías del tren y entramos a comer en un cuchitril donde sirven anguila. Una vez dentro resulta ser un lugar bastante agradable y con la ayuda de un empleado que chapurrea inglés nos pedimos unos menús que llevan una cajita con arroz sobre el que colocan unas piezas de anguila cocida y otras de anguila a la plancha embadurnada en una variante adecuada de salsa de soja. Se sirve con wasabi, cebollino picado y una especie de rallador en el que hay acumuladas virutas de cáscara de limón. El rallador te lo dan con un rascador para que desprendas las virutas. Nos dan una tarjetita con las instrucciones; hay que poner un poco de wasabi, cebollino y limón sobre la anguila y metérsela en el gaznate. Todo esto lo sirven con riquísima sopa miso y encurtidos, as usual. Hay que decir que en algunos sitios nos han servido una especie de wasabi que pica muy poco pero mantiene todo el sabor, el que acompañaba a la anguila era de este tipo. Al final hay que guardar un poco de arroz, anguila y demás porque te traen una tetera de caldo hecho con las espinas y las colas de la anguila para que te hagas una sopa mezclándolo todo. De rechupete.
Una vez hemos ajustado las cuentas con la anguila preguntamos al amable camarero dónde coño estamos. Nos señala en el plano un lugar cercano al este de la estación de Kanda. Nos despedimos con la retahíla de reverencias, sayonaras —hay que pronunciar mal la erre, como si tuviera uno frenillo, no en la polla, sino debajo de la lengua— y arigatos, y seguimos camino hacia el sur.
El paisaje se va volviendo más urbano, las calles se ensanchan, el tráfico aumenta de caudal y los edificios son cada vez más altos y más de cristal; los viandantes cambian la ropa de paisano por el traje y el maletín. No tardamos en avistar el oasis verde del Palacio Imperial, sito en una isla rodeada de un foso lleno de cocodrilos, tiburones y sanguijuelas. De la isla se pueden visitar los jardines, pero para visitar el Palacio, como diría mi profesora de historia del instituto, en sí mismo considerado, hay que estar intrépido porque sólo se puede un par de días al año y no sé si hay que pedir cita o pernoctar al sereno la noche antes de que salgan a la venta las entradas como si fuera un concierto de Gilye Minogue. Los jardines no son muy espectaculares, para que nos vamos a engañar, y tampoco están muy concurridos. Tienen alguna vista interesante de edificio tradicional de madera bajo skyline moderno. Entramos por una punta y salimos por la misma, porque no se puede cruzar a la parte sur. En la esquina sureste hacen frontera con la ciudad, concretamente el distrito de Ginza, en una explanada enorme y desierta llena de arbolitos y bancos donde tomar el sol. Nos sentamos un rato a descansar, porque estamos hechos trizas, acompañados de unos cuantos mendigos que también se broncean por la zona. Es curioso lo de los mendigos, no se dejan ver mucho, ni piden, ni prestan demasiada atención a los viandantes, suelen mantenerse en zonas despejadas. Da la sensación de que estuviesen conformes con su condición de homeless y huyesen de la gente que forma parte del sistema. Los mendigos en España, qué os voy a contar, no parecen muy conformes. Cuando casi todos los españoles seamos mendigos dentro de poco va a ser la monda.
Aquí entramos directamente en Ginza, que es como la quinta avenida de Manhattan, para entendernos., dejando a la izquierda la estación central de Tokio. Mucha arquitectura vertical acrisolada y mucha tienda cara y mucha gente con mucha pasta de ropa encima. Las mismas marcas que allá y todo lo demás. Visitamos el famoso edificio del Foro Internacional de Tokio, que es bastante impresionante tanto desde fuera, como desde el patio interior que separa los dos edificios conectados por puentes y subterráneos, como desde el íntimos del edificio de cristal con forma de pez.
Seguimos camino hacia Ginza en sí misma considerada, paseamos un rato entre gentes bien pertrechadas por Chūō-dori, apuntando la diferencia entre el chanerismo de Shinjuku y el pijismo de aquí con la sensación de tener las cosas mucho más ubicadas. Lo de la estética artificial y violenta de los días anteriores es, digamos, la facción ordinaria y poligonera, o sea, lo popular, que por supuesto es mucho más entretenido que el clásico buen gusto de los ricos, que es igual en Ginza que en Nueva York. Y me temo que no sea igual que en España, donde los ricos son rancios y catetos. Bueno, hechos trizas nos tomamos un café de esos espesos y grandes sabor té verde con un baggel con queso de untar y seguimos la avenida Chūō parriba, que según el plano debería llevarnos, cruzando Akihabara, hasta Okachimachi, donde hacemos noche.
Camino al norte se nos va haciendo de noche entre grandes almacenes y estos negocios que están por doquier en Japón, los bridal nosequé. Se conoce que aquí en las bodas lo dan todo como los gitanos, y que se pasan años como la lechera soñando con el momento de casarse y montarla. Cuando el momento se acerca deben recurrir a uno de estos lugares en los que te sacan la pasta con una facilidad tremenda y en los que planean con un horterismo nivel estrella del pop de oriente medio hasta el último detalle de tu enlace. Me parece que las novias lucen distintos vestidos, el japonés, que es blanco así como con un cruce entre tocado de monja y comecocos en la cabeza, un kimono de loco estampado para hacerse fotos con el novio disfrazado de antiguo mejilla con mejilla bajo algún cerezo, y otro como de novia de Farruquito, occidental traje de merengue con pedrería.
Kanda y Akihabara son lo mismo. Tiendas de gadgets electrónicos y maid bars. Tiendas de cartas y muñequitos, tiendas de DVD y porno. Veo que tienen iPads e iPhones bastante baratos. No sé si son libres, si son de segunda mano ni sé nada de nada, pero si son libres y nuevos igual debería agenciarme un 4S por 200€. Entre eso y un par de pares de converse Super Mario que vendamos en España recuperamos la pasta del JRPass. Pero ahora estoy hecho trizas, ya preguntaré cuando volvamos a Tokio.
Intentamos retratarnos con alguna de las señoritas tuneadas que pregonan los maid bars. La primera, disfrazada de agente de policía putesca com lentillas azules se presta encantada, pero otra de ellas con una caperuza rosa, al pedirle que pose, empieza a lanzar gemiditos y a flexionar las rodillas muy nerviosa diciendo, nooooooooooooooooooooo, soriiiiiii, soriiiiiiiiiiiiiiiiiii, noooooooooooooooooo, soriiiiiiiiiiiiiiiiii. Bueno, bueno, mujer, no sufras que no pasa nada, te hacemos la foto a ti sola y nos vamos por donde hemos venido.
Ha sido un día agradable, por el cambio de paisaje y por el ritmo peripatético, lleno de menciones a lo que hubieran gozado Miguel y Ana. También ha sido agotador, no hemos parado de caminar en diez horas. Visita al 7eleven para comprar yoghurt y gelatina y vamos al hotel. Por supuesto no me encamo sin antes adquirir el porcino color rosa que el sento proporciona a mis carnes serranas.
¿Lo veis? Mucho más corto este cuarto día. ¡Misión cumplida!
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