lunes, 16 de julio de 2012

Koyasan y Kyoto. 31/03/2012

Diluvia en el monte Koya.

El desayuno shingon.
 6:30 a.m. Hay que levantarse para ir a ver la ceremonia matutina. Dos ceremonias matutinas, a decir verdad: una en el templo en la que el monje macizo canturrea como un enjambre de moscardas y otra en un lugar pequeñito en el patio en la que con ayuda de otro monje escuchimizado despliegan la parafernalia alrededor de una fogata.
En el bus de Koyasan con unas folclóricas.
A mitad de la primera de ellas aparece la loca espiritual francesa y se sienta allí al estilo japonés, pero no hay más que verle la expresión para darse cuenta de que en realidad está en otro sitio. Al rato saca una cámara de fotos de esas de marca inventada que venden en los bazares de los moros, una cosa como de juguete con la pantalla del tamaño de un sello de correos, y se pone a hacer fotos. En la ceremonia estamos unas 10 personas sin contar a los frailes. Tres de ellas son japonesas e intervienen en la ceremonia en un momento determinado. Es como en el sagrado sacramento de la Eucaristía, llega un momento en que hay que ejecutar una coreografía que consiste en levantarse de uno en uno, y echar un pellizco de incienso en un braserillo, juntar las manos como los niños en su primera comunión y hacer una reverencia. Luego en la ceremonia del fuego, antes de marcharse hay que arrimarse a la fogata y echarse el humo en la cara con las manos. En una bandejitas distribuidas por el templo tienen unas pequeñas muestras de comida, como la que se le deja a los reyes magos antes de acostarse. Estos tienen zanahoria, pan, fruta, patata… ¡y una caja de harina de tempura!

Tras las ceremonias, vuelves a tu habitación  y te han cambiado los futones por la mesa y te han servido el desayuno. Se trata de una versión más reducida de la cena, todo vegetariano y todo absolutamente inédito. Más sopas, arroz, tortilla, encurtidos más variados que nunca y algo de fruta.
Pensábamos visitar otra vez el cementerio a la luz del día, pero llueve bastante, de manera que pasamos un buen rato en la habitación, viendo llover por la ventana, disfrutando del bello paisaje. No tardamos mucho en alarmarnos por este contagio de espiritualidad, así que pagamos (con tarjeta, amigos, la tecnología está presente en el monte Koya), tomamos el bus hasta el cable car y ponemos rumbo de nuevo hacia Kyoto.
Haciendo el mamarracho en la estación de Kyoto.
Deambulamos un rato por la estación de Kyoto, donde hay integrados un par de centros comerciales en forma de escalera. Comemos un bento de sushi en uno de ellos tras haber subido a la terraza a ver el panorama y nos vamos al Riverside Takase a averiguar si nuestras maletas siguen allí. En lugar de nuestras maletas nos encontramos una nota que dice que han tenido que ausentarse un par de horas, que entremos en nuestra habitación libremente y dejemos parte de la felicidad que traemos con nosotros.
Entrar entramos, pero la puerta de la habitación está cerrada. La habitación parece bastante grande, pero el lugar parece cutre del copón. Es coherente teniendo en cuenta que es el más barato que hemos habitado en todo el viaje con diferencia (50€/noche la habitación doble con baño compartido). En lugar de esperar a las 4 nos damos una ducha y nos marchamos.

Damos un largo paseo por el río Kamogawa y la zona de la calle Ponto-cho y los alrededores de Shijo-dori y pasamos la tarde deambulando por ahí, comiendo bocatas de espaguetis y hamburguesas rarunas para despedirnos de Kyoto, la ciudad en la que la gente viste como en una película de Truffaut y las japonesas son altas y los japoneses fornidos hasta que cae la noche y volvemos al hotel y nos echamos a dormir.

Koyasan. 30/03/2012.

Me despido del Hotel Aranvert Kyoto rellenando el cuestionario de sugerencias, en el que los pongo al corriente de la existencia de una serie de chismes que pueden poner a disposición de sus clientes, como hacen con los cables de red, para que puedan utilizar la conexión a internet del hotel con sus aparatos inalámbricos. Se lo entrego a la amable recepcionista de las pestañas como patas de mosca y los dientes como la firma de un loco y marchamos camino del Riverside Takase Inn para dejar las maletas y no tener que cargar con ellas hasta Koya-san.
El Riverside Takase Inn está a la vera del canal (río Takase) y es una casita muy cuca junto a otra casita donde viven los propietarios. Para contactar con ellos hay que llamar a la segunda casita y sale un señor y nos dice que dejemos las maletas en el descansillo de la escalera de la primera casita. La primera casita, donde duermen los clientes, tiene una puerta que permanece siempre abierta y que da a un descansillo de un metro cuadrado donde se encuentra el casillero para dejar los zapatos y de la que brota una estrecha y empinada escalera que lleva a la parte de arriba. Ahí, a puerta abierta y delante de la escalera dejamos nuestras maletas y nos vamos tan anchos a coger un tren. ¿Las encontraremos a la vuelta? Un poco de emoción siempre viene bien en cualquier viaje.
De camino a la estación pasamos por el parque de bomberos y nos encontramos a los funcionarios haciendo sus ejercicios matinales en la acera, a la vista de todo el mundo, y siguiendo las indicaciones del señor instructor. Así, igualito que en el colegio, haciendo sus flexioncitas apoyados en el parachoques del camión de bomberos. Saquen ustedes sus conclusiones porque yo hace tiempo que renuncié al análisis de la idiosincrasia japonesa. Con decir que el gaydar aquí no sirve absolutamente para nada…
Para ir a Koya-san desde es menester desayunar un gofre y una botella de té con leche y tomar el tren a Osaka, donde se toma la JR Loop Line hasta Shin-Inamiya. Una vez allí se pregunta a unas señoras que habrá en el andén para confirmar si se va a tomar el tren correcto. Las señoras montarán un guirigay porque no tienen ni puta idea de lo que les preguntas y revolverán a todo el andén hasta implicar a 20 personas en el conflicto para terminar devolviéndote el mapa y señalando el tren con el dedo.
En Shin-Inamiya hay que coger la Nankai Line, que es privada y no entra en el JRP. Existe un abono de dos días que incluye la ida y vuelta, el billete del cable car y autobús ilimitado en Koya-san y descuentos en algunos de los templos. Total 2.700Y.
Cogemos el tren asombrados de que pase con dos minutos de adelanto y nos extraña el nivelazo que gastan en la Nankai Line esta, que parece un shinkansen. Como se podía imaginar, viene la revisora y nos informa que hemos cogido el tren que no es, que el nuestro es el que pasa dos minutos después y que tenemos que cambiar en la próxima estación. Una vez en el tren correcto, un local car normalucho, coincidimos con una señorita con aspecto de no estar muy centrada. Es una francesa, morena, con flequillo, que busca cierto toque pinup sin mucho éxito, que no para quieta y se pasa el viaje levantándose, cambiando de sitio e intentando como loca leer todos los carteles de las estaciones por las que pasamos. Da el tipo de la budista desequilibrada que ha sufrido un revés de la vida al ser abandonada por el novio que creían definitivo y ha decidido ir al monte Koya a cumplir y encontrarse consigo misma.

En la estación de Koya-san hay que hacer el último transbordo, del tren al cable car, una especie de tranvía que sube y baja la enorme pendiente de la montaña entre maleza y caídas de agua. Todo muy bonito y en compañía de la pinup budista. Una vez arriba un señor te pregunta en qué templo vas a pernoctar y te indica qué bus tomar y en qué parada bajarse. La verdad es que bus sólo hay uno que parece estar sincronizado con el cable car. Realmente hay tres líneas, pero no sé si por casualidad, el que sale ahora es el nuestro. Que haya tres líneas y para ir al Ekoin tengas que bajarte en la parada número nueve es un poco engañoso. En realidad el poblado consiste en una carretera de dos o tres kilómetros alrededor de la cual se amontonan los templos, casitas y establecimientos. En el extremo más cercano a la estación del cable-car está el cogollo, donde hay un grueso de templos, museos, parques y plazas, y al otro extremo está el cementerio en cuestión al que luego me referiré.

Bien, llegamos a la parada número nueve y descubrimos que la señorita pinup desequilibrada viene con nosotros. La pobre está realmente desorientada y hace unos movimientos extraños con los ojos. Aprovechamos para adelantarla y  llegamos primeros al Ekoin, donde nos recibe un muchacho fornido en chándal. En realidad de chándal sólo lleva la parte de arriba, la de abajo es ese pantalón que llevan los frailes japoneses. También lleva la cabeza afeitada porque es un fraile. Hay otro fraile que deambula por ahí, también joven, alto y macizorro. Hablan inglés y nos piden que los acompañemos al interior del templo después de quitarnos los zapatos. Nos muestran la sala de internet y los baños en la planta baja y nos acompañan arriba, donde está nuestra habitación. Por el camino, vamos dando chancletazos que se acoplan al ñiquiñiqui que hacen los sonidos de los templos, porque esto es un templo con todas las de la ley. Con sus pasarelas de madera chirriantes y circundantes alrededor de las estancias de tatami con las paredes ilustradas con garzas, tigres y dragones. Nos explica los horarios de la cena y las ceremonias vespertinas y el desayuno y nos deja en nuestra habitación, que es espléndida. Una estancia enorme de no sé cuántos tatamis con una mesita y una estufa de gasolina y una galería separada por unas puertas corredizas y unas contraventanas de papel de arroz. La vista desde las ventanas es bien bonita y como no hay cerradura en la puerta hay una caja fuerte en el armario. En una esquina hay un cajón con las yukatas y las toallas y, oh sorpresa y escarnio y vergüenza de los hijos de los señores del Hotel Aranvert Kyoto, hay una wifi como un sol. ¡High five, macizorros y juveniles frailes del monte Koya!
Tras revolcarnos un rato por el tatami salimos a comer y dar un paseo. Elegimos un restaurante que hay justo enfrente del Ekoin, al cruzar la carretera, con fake food en el escaparate y nos pedimos un cuenco de sopa con udon y carne y pescado y marisco y huevos de codorniz que se tenga y se prepare a recibir una buena paliza el bellaco que tenga a bien negar que es el mejor udón que me he comido en mi vida entera. Oh, qué sabrosura, qué ricura, qué abunancia y qué todo. Además te lo sirve un viejo, no con té verde, sino con té de setas (que repito que más que té será consomé). Tienen sacos y sacos de setas amontonados encima de una máquina.

De ahí empezamos a deambular por la carretera camino del cogollo del pueblo y visitamos un par de templos por el camino, uno de ellos gratis en el que unas ilustraciones cuentan la historia de no sé qué figura legendaria relacionada con el origen del monte Koya que tuvo unos problemillas con su señora esposa legítima y una suripanta a la que parece que quería más y mejor. Hubo un crimen pasional y una transformación de mujer en bicha y ya no sé más porque nos cansamos de leer los cartelitos de debajo de los cuadros y nos piramos a comernos un mochi.



Hay un señor al pie de un árbol. Obsérvese la proporción.


Nos compramos una especie de pastelitos de galleta rellenos de una pasta de red beans y después unos deliciosos dulces como de gelatina de té verde cubiertos de harina tostada de arroz y otros mochis modelo pañuelo que hostia, también han sido los más ricos de todo el viaje. Como ya dije no sé dónde, por buda, los frailes shingones, Kobo-Daishi y el gato que menea la pata…. ¡cómo se come en el monte Koya!
En cuanto a las pagodas, las puertas y los templos os dejo las fotos, que tienen pico de oro. Baste decir que nos pasamos la tarde pateando el lugar hasta las 5 que volvimos al templo para que nos sirviesen la cena.



LA CENA. Amigos, ha llegado el momento de hablar de la cena. La cena en el templo este y creo que también en los demás (auqnue no me hagáis mucho caso porque no encontré otro templo en Koyasan con web en inglés), consiste en comer lo mismo que comen los monjes shingones (que son estos mozuelos tan salaos que te atienden en el templo). Bueno, en realidad consiste en comer un menú de degustación bastante completo de comida vegetariana, que es lo que comen ellos. Ya sabés, queridísima amiga, que los budistas son vegetarianos. El caso es que la cena consiste en cien platos de los cuales la mayoría no tengo ni puta idea de lo que son. Sopas delicadas y deliciosas, bien de arroz, algas, encurtidos inescrutables de fruta y hortalizas, tortillas, tofus en distintos estados de solidificación y una cosa blanca parecida a un nabo que tiene una textura crujiente a la par que babosilla que es todo un misterio insondable de la creación. También te ponen una naranja.
Bueno, pues una vez cenados y revolcados cae la noche y llega el momento del cementerio. Se trata del cementerio Okunoin, donde se supone que está enterrado Kobo-Daishi, el Cristo budista, el señor que lo inventó todo, el maravilloso shingon padre. Se supone que este lugar es la meca del budismo y no hay budista que se precie que no haga al menos una visita a lo largo de su vida. El cementerio es el más grande de Japón y se extiende a lo largo de dos kilómetros hasta el mausoleo Okunoin en la cima, donde se supone que yacen los restos de Kobo-Daishi.

Es una pena que no se vea nada, porque es todo muy impresionante.

Aquí huele a muerto.
Subir in the night hasta el mausoleo atravesando las centenas de miles de tumbas y monolitos es toda una experiencia. Un viacrucis a oscuras entre estos silenciosos centinelas hasta la meta, el templo de los 300000 farolillos. Lástima que por el camino nos encontramos a una pareja de lesbianas arias que nos cortaron un poco el rollo. También nos cruzamos a la vuelta con un par de señores intentando hacer fotos nocturnas. No voy a recurrir a la literatura para intentar recuperar el momento, tendré que confiar en mi propia imaginación y lo que sea capaz de construir a partir de las fotos.


Y así es el cementerio de Okuno-In durante 2 kilómetros y 200.000 tumbas.

Tras el paseo nocturno de ida y vuelta me calzo la yukata y bajo a ducharme. Bajo la escalera con precaución, tratando de no matarme ni hacer mucho ruido con las chanclas estas que te prestan en el hotel. Tratando también no pisarme la yukata e irme a la trompicatoria escaleras abajo. Consigo llegar a la planta baja  indemne y adopto de nuevo los andares japoneses, muy fáciles de imitar si vas en yukata y chanclas, tratando de cruzar todo el pasillo lo más rápido posible por no encontrarme con nadie de esta guisa. Pero claro, ya sabéis que en estas construcciones japonesas es imposible el paseo nocturno clandestino, porque bajo los tablones del suelo colocan una especie de muelles que hacen un ruidito chirriante y el ñiquiñiqui del suelo se suma a los chancletazos y a los pasitos cortos y rápidos. El ruido me saca de mi concentración en el desplazamiento ninja, me despierta y me hace ser consciente de mi propia imagen. Así que me detengo en busca del silencio y miro a la grulla que me mira desde las paredes y repaso mi indumentaria y mi situación y me doy cuenta de que a lo largo del día y posiblemente a través de varios días en el viaje, he terminado alcanzando el estado de hipnosis de la normalidad, y este es uno de esos momentos de lucidez en los que uno se da cuenta de todo, con perspectiva, como si se estuviera viendo desde fuera, como cuando a solas repites tu nombre en voz alta y tomas consciencia con extrañeza de que tú te llamas así, que atiendes a esa sucesión de sonidos ajenos. Total, que me veo allí, parado en medio del pasillo, mirando a la grulla más allá del tatami, vestido con una yukata y entonces cobro convencimiento de que estoy en algún lugar del hemisferio norte, a 13.000 kilómetros de Madrid y me pregunto: ¿cómo hemos llegado a esto? ¿estamos en este sitio que llaman Japón? Y de repente me siento rarísimo y disfrazado y un poco mamarracho, pero es una sensación muy agradable, no como cuando pronuncio mi nombre en voz alta, y miren qué tontería, que hasta me emociono un poco. Está claro que cuando uno se emociona es que ha llegado la hora de partir, así que me recojo el miriñaque y me decido a avanzar sin detenerme hasta llegar al baño aunque el suelo alarma me delate y monte una escandalera.
Y allí me desnudo y descubro las virtudes de poner listones de madera en el suelo del baño. Yo solito me di una ducha a conciencia, sentado y a palangana limpia, con toda la calma del mundo, volviendo poco a poco al estado de embriaguez en que esto de estar allí vestido de lagarterana ninja en el monte Koya te parece lo más normal del mundo, y me sumerjo en las humeantes aguas del onsen y hasta creo que emito un sonoro gemido de placer. Justo a tiempo, porque entonces entra uno de los dos frailes shingones que nos recibieron esta mañana completamente desnudo y claro, a partir de ese momento fue imposible concentrarse.
Salí del agua al borde del desmayo, color rosa otra vez, me sequé a conciencia y otra vez en yukata emprendí el viaje de vuelta sin cruzarme con nadie. Pude volver a regodearme en el ñiquiñiqui ninja y despedirme de la cebra y subir a la habitación y dejarme caer en el futón.

martes, 3 de julio de 2012

Kyoto. 29/03/2012


Subimos andando hasta Shijo-Dori y desayunamos un café caliente con naranja en el Starbucks. El tiempo ha cambiado, hace un día primaveral, soleado y con una temperatura magnífica, casi sobra todo lo que no sea una manga corta. Mientras miro por la ventana y sorbo café ardiente me doy cuenta de que estoy en ese momento en que el cuerpo ha comprendido que esto se acaba y trata de avisarte con una sensación crepuscular muy reconocible. Cuento con los dedos los días que quedan para ubicarme y salimos en busca del bus.


Hoy toca el templo dorado, Kinkaku-ji, por la mañana. En el bus hace un calor terrible y unos guiris abren la ventana que no dura mucho abierta porque un nativo se levanta y la cierra siguiendo la orden de su madre, una señora que va con bufanda. Al bajarse del bus lo primero que hace la muy zorra bajo un sol serio es acomodarse la bufanda y apretarse un café ardiendo en lata.
Los jardines del Kinkaku están llenos de cerezos con los capullos a punto de explotar. Todo el mundo se acerca lentamente, los alcanza con la mano y lamenta que no se hayan abierto aún. Tras recorrer el complejo y pasar por la zona comercial (donde probamos las bolas de arroz cubiertas de pasta de té verde y los deliciosos cacahuetes con wasabi) volvemos al bus y nos encaminamos hacia el castillo de Nijo.
Puta sakura.

Se trata del castillo de Kyoto (entrada 600¥) y dentro, traspasadas las murallas, jardines y zonas militares está el palacio, que se puede recorrer en chanclas provocando ese pequeño chirrido a cada paso. Bajo los tablones del suelo instalan unos cacharritos metálicos, una especie de muelle, que provoca un ñiqui ñiqui para denunciar la presencia de intrusos.


El palacio se va recorriendo de manera circular, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, pasando de estancia en estancia, que se contemplan desde los pasillos que las circundan. En cada una de ellas se explica para qué se usaba (para recibir a los señores menores, otras para los mayores y hasta las estancias familiares), incluso con la presencia de maniquíes, y qué artista es el autor de la decoración (fundamentalmente pinturas de las paredes).
Tomamos un bus hasta Higashimaya norte para comer en un sitio que recomienda la Lonely Planet, pero no llegamos a tiempo y comemos en el primer sitio que encontramos unos udon con sopa y unos nabos encurtidos bastante corrientuchos. Al salir, compramos unos mochis con forma de pañuelo que están exquisitos y aprovecharnos para ponernos morados con las muestras gratuitas. Spanish way of life es aprovechar que esa señora se ha agachado en busca de una bolsa para llenarse la boca de mochis de muestra.


De nuevo un bus hasta el templo de plata, Ginkaku-ji, pero no entramos porque hay que pagar y estamos un poco hasta las narices de templos. Nos disponemos a recorrer el Paseo de la Filosofía, lleno de casitas que ofrecen pequeños negocios de cafés o souvenirs, llena de bancos a la vera del canal, y de gatos echando la siesta en los bancos y curiosamente con muy poca gente. Recorrer el Paseo de la filosofía con la sakura debe provocar la muerte por diabetes, te debe garrapiñar las almorranas, así que a lo mejor hemos tenido suerte.



Bajamos paseando por una zona residencial hasta el Museo Municipal de Arte y el zoológico, una zona de anchas avenidas y edificios de aspecto imperial comunista de cemento,  hasta Shijo-Dori y la zona de las geishas. La tarde ha estado marcada por el canturreo de Cántame, el gran hit de María del Monte, y su secuela “te quiero cantar”, rememorando aquel viaje a Galicia del que fueron banda sonora inesperada.
 

Desde un escaparate sentimos la llamada de la fake food again. Una inmensa copa llena de bolitas de arroz, gelatinas, nata, té verde y trocitos multicolor de bizcocho nos tienta. Con la panza bien llena continuamos hasta los alrededores de Shinbashi-dori, una calle encantadora y laberíntica, hasta el cruce con Kiri-doshi, en el que nos tompamos de golpe con una garza, un restaurante que exhibe fugu vivo en un acuario y unos novios se retratan vestidos de lagarterana; todo junto.

Jrepújulo en Shinbashi-dori.

Un mundo ideaaaaaaaaaal.



Desde ahí avanzamos, ya con la luz crepuscular, hasta Hanami-koji, el barrio de las geishas, donde los turistas hacen guardia y merodean armados con enormes objetivos a la caza de la foto de las delicadas criaturas. El barrio está repleto de restaurantes con un aspecto que va más allá de lo refinado y apetitoso, lugares en los que da la sensación de que entrar sería un sacrilegio. Curiosamente, hombres trajeados con aspecto de trabajar o poseer esos locales te saludan al pasar.

En uno de los callejones nos topamos con un señor que sale con una geisha a cada lado, a lo Jesús Gil. Una señora les hace una foto a los tres juntos y ellos posan. Ellas con el rostro petrificado, donde lo único vivo son los ojos, quietas y serias como estatuas me permiten verles la nuca, la única parte de su cuerpo que no está cubierta por la espesura del kimono o el maquillaje. De repente una de ellas ríe, no como una persona, por supuesto, sino como un demonio, con la risa cristalina y maligna de una criatura pagana del bosque. La ráfaga de su risa dura un instante y vuelve a petrificar su rostro. La muy zorra sabe como impresionar a un turista.

Tras tachar de la lista de cosas que uno debe hacer antes de morir la línea que dice “ver geishas”, paseamos plácidamente, ya de noche, de vuelta al hotel, parando en el 7eleven a comprar unas salchichas y unos tallarines para tomar en el hotel. Me despido del onsen del piso 13 del hotel Aranvert Kyoto y hago las maletas antes de irme a dormir.