miércoles, 25 de abril de 2012

Shirikawago y Takayama. 24/3/2012.


Anoche estuve echando un vistazo a la guía de Takayama y me quedé pasmado de la cantidad de museos y atracciones turísticas tiene. Ayuntamiento Histórico, el Museo de Folclore Kukasabe, la casa Yoshijima, el Museo de Historia Local, el Museo de Arte Local, el Museo Fujii, el City Memorial Hall, el Museo de Carrozas… Y todo ello sin contar las atracciones circundantes a la ciudad como el parque de osos, el bosque de las ardillas, aguas termales natural o los acontecimientos puntuales como el desfile de carrozas de primavera, el dichoso sakura que no asoma por ninguna parte. También se pueden visitar fábricas artesanas de crackers de arroz y de sake, así como asistir a talleres de lacado y caligrafía y ceremonias del té. Bien, pues después de leer esto sales a la calle y no hay nadie.
Nos hemos levantado temprano como japoneses porque anoche nos acostamos muy temprano y porque antes de salir para Shirikawago queremos pasar por los mercadillos mañaneros. Ya advierten por ahí que cuando hace mal tiempo el número de puestos se reduce considerablemente. Chispea una chispa, así que seguramente la visita será rápida. Como no conocemos el pueblo no sabemos si los que hay son pocos o muchos, pero algunos hay, y en casi todos venden comida y ofrecen cositas ricas para probar. Así de gorra catamos los local rice crackers, que son parecidos a las tortas esas de arroz que venden para engañar el hambre, pero recubiertas por una cobertura tostada de salsa de soja. Están ricas. También probamos el té de setas, que está riquísimo aunque hasta donde yo sé, hervir unas setas y no es hacer té, sino caldo. Tampoco es que sea un consomé, no lleva ni sal ni azúcar ni nada. También pudimos echar mano a unos pinchitos de bolitas de arroz bañadas en sirope y varios tipos de encurtidos e identificamos como productos típicos locales la pasta miso y las hojas de magnolia que, recordad, no se comen, sino que se utilizan para cocinar el plato típico.
Llovizna, luego hay pocos puestos en el mercado.
¡A coger y a revolver, niñas!
Uno de los dos mercadillos está más dedicado a productos frescos. Los puestos tienen aspecto de estar más improvisados y las señoras que los atienden parecen campesinas que vienen a vender lo que ellas mismas recolectan o cocinan. Hortalizas, alguna fruta, pasta miso, mochis caseros y unas muñecas que parecen hechas de lana (sarubobos) se repiten en todos los puestos. Señalando unas bolitas nos preguntamos si serán mochis, y la señora reconoce la palabra y se activa como un resorte y repite mochi mochi mochi mochi sin cesar. Retrocedimos como las novias de Drácula, no por falta de ganas de apretarnos un mochi, sino porque si cada vez que ves un mochi te lo comes la muerte no tardaría más de 48 horas en acabar contigo.
Este segundo mercadillo, el de Jinya-Mae está junto al Ayuntamiento Histórico que se parece mucho a la casa de Harakiri, la peli de Masaki Kobayashi en la que un señor samurái es obligado a hacerse el harakiri con una espada de bambú en una casa señorial. Me entran ganas de pagar los 500 yenes de entrada, pero ahora no tenemos tiempo.
Aquí daba gloria hacerse el harakiri en tiempos de Meiji.

El viaje a Shirikawago lleva una hora y se divide en dos partes, los diez minutos que el bus tarda en salir de la auténtica Takayama y los cincuenta que transcurren entre montones de nieve apilada. La primera acaba con el misterio, ¿cómo era posible que una ciudad tan pequeña tuviese tanto museo y tanta tienda? Pues es que resulta que la ciudad no es lo que parece y el core histórico en conserva está rodeado por un océano suburbial compuesto de casas unifamiliares feísimas rodeadas de chatarra doméstica tipo triciclos y uralitas, todo colocado de una manera un poco caprichosa, como si lo hubiesen esturreado desde una altura de 600 metros. Alrededor de las carreteras lo mismo de siempre pero con la pátina mugrosilla y oxidada de la América profunda:  pachinkos, autoburguers, y centros comerciales medio muertos. Una vez fuera la nieve se amontona hasta una altura de dos metros, y por muy bonito que sea el paisaje montañés me quedo frito y amanezco en Shirikawago.
Shirikawago es un poblado que se ha conservado con fines turísticos a modo de museo. Concretamente se han conservado las casas tradicionales con tejados de paja, porque el pueblo tiene sus carreteritas asfaltadas y algún edificio con tejado sólido.
El bus te deja en un área de servicio junto al río Shogawa y para llegar al pueblo hay que cruzar un puente colgante que se tambalea. Al principio pasé yo solo para que me hicieran una foto desde la orilla y cuando vi que el puente se tambaleaba decidí que se trataba de algo normal dado que todo el mundo iba y venía como si tal cosa. No cundió el pánico ni me ha llegado noticia de que se haya caído puente alguno, así que sigo suponiendo que es normal que cruces un puente y vayas rebotando.
¿Dónde está el Tío Matt? Búscalo en el puente colgante.

En Shirikawago hay metro y medio de nieve bajo la que fluyen acequias en una red tupida alrededor de las casas y a lo largo de las carreteras. Junto a cada casa se forma una pequeña charca donde crían unas percas grandes como perros. Mientras uno deambula por ahí un halcón o un bicho volador del mismo tamaño se pasa la mañana revoloteando en círculos sobre el pueblo. Parece que estás metido dentro de La balada de Narayama y en cualquier momento puedes escuchar unos gemidos dentro de un granero y cuando te asomes te vas a encontrar a un señor retrasado fornicando con una anciana, pero no. Lo que sí nos encontramos fue un mono sentado plácidamente en el tejadillo de un baño público. Teníamos pensado ir a un onsen al aire libre que hay por aquí, pero al llegar echamos un vistado a las fotos y decidimos pasar, porque no está realmente al aire libre, sino en una especie de terracilla, así que no podríamos cumplir el capricho de estar metidos en agua caliente contemplando las montañas nevadas.

Shirikawago desde el mirador.
Atención al mono viéndolas venir.
Bajo toda esa nieve hay una tupida red de acequias y balsas.
El único mono que hemos visto en todo el viaje.


Arquitectura rural japonesa.
Como las de aquí pero diez veces más grandes.

Antes de volver al bus nos salimos del camino para tomar unas fotos pero nos damos la vuelta porque al tercer paso a Andrés se le hundió la pata en la nieve hasta la cadera. No estamos equipados para tanta aventura, así que nos compramos una especie de croqueta y una especie de churro rellenos de algo salado que no sé lo que es pero que estaba buenísimo.
De vuelta en Takayama tras otra siesta en el bus fuimos a comer a Sumikyu, una recomendación del personal del ryokan, en especial por sus soba, hechos a mano según la receta familiar de no sé cuándo. Uno de los que pedimos iba en sopa con un arenque nativo. La camarera insitió en que el arenque había sido pescado en Takayama. Los arenques japoneses son como los encurtidos, mucho más suaves y sabrosos que los españoles, y además te los sirven sin raspa para que sólo tengas que hincarles el diente. Yo me pedí unos soba metidos en un tazón de sopa y pronto me arrepentí, porque en la mesa de al lado una chica se los pidió fríos, servidos sobre una hoja de magnolia y con un tazón de algo de aspecto apetitoso para mojarlos. La ración era mucho más grande y mucho más apetitosa a mis ojos que la mía. Nunca me lo perdonaré. En este restaurante es donde encontramos a una hostelera japonesa que no conocía ninguna de las formas que se me ocurrieron para pronunciar la palabra water. También es cierto que no me costaba ningún trabajo haber aprendido a decir agua en japonés, pero Andrés quiso beber agua en lugar de té y para pedirla tuvimos que señalar los vasos de agua de la familia que comía arrodillada en el tatami a metro y medio de nuestra mesa. Son los terceros mejores tallarines que probé en Japón. Y ahora hago una pausa en mi narración porque sólo de recordar estas cosas estoy encharcando de babas el teclado y creo que nunca en mi vida había tenido tanta hambre.

Después de comer decidimos cambiar completamente de tercio y nos compramos en un puesto unas empanadillas al vapor rellenas de ternera de Hida. Pago con toda la quincalla de monedas sueltas de 1 yen que me quedan y me voy feliz apretándome la empanadilla —ya sabéis, esas empanadillas con forma de bola blanca un poco elásticas que dentro llevan carne picada con salsa— cuando oigo un ruido como flop flop flop acompañado de unos gemidos y resuellos. Yo pensé que la cosa no iría conmigo, porque aquí los turistas siempre están al margen de todo lo que pasa como las palomas están al margen de todo lo que pasa en un parque, pero resultó que sí, que era la señora de las empanadillas que venía corriendo desesperada porque le había dado 1 yen de más. ¡Venía corriendo en chanclas y delantal a devolverme un céntimo! Añadid al caso que yo al darle un céntimo de más seguramente la insulté gravemente, y aún así la señora se pegó una carrera para darme lo que era mío. En fin…
Ya que no llovía fuimos a por el otro walking tour que nos quedaba, la zona de templos que no se llama Higashiyama. Ésta es más urbana que la de ayer (Higashiyama), templos integrados en la ciudad, algunos junto a museos como el de las carrozas. Este asunto de las carrozas consiste en que aquí fabrican unos artefactos como pasos de semana santa que sacan a pasear en hombros por el pueblo en algunos momentos determinados del año. Los guardan en una especie de cocheras elevadas que te encuentras en algunas calles, es como un portón doble, como la entrada de un garaje pero forrado de chapa dorada y a una altura de metro y medio.
"Y la dichosa sakura sin aparecer" parece estar pensando nuestro protagonista.
En algún momento de la tarde salió el sol y volvimos al río, que en algunas partes de la ciudad se estrecha y transcurre por el centro de las calles como un pequeño canal flanqueado por cerezos, ninguno de ellos en flor. La sakura se está haciendo esperar, tal vez en Kioto, donde la temperatura es más alta, haya llegado ya. Parece ser que tanto televisión como informes meteorológicos dedican bastante espacio a la sakura, pero si no hablas japonés no te enteras de nada. Godzilla podría amenazar la ciudad, la evacuarían y tú te levantarías de la siesta sin enterarte de nada pensando qué raros son los japoneses que no salen a la calle en todo el fin de semana.
Respecto a la ruta de ayer y la de hoy os digo que son templos pequeñitos que por sí solos no tienen valor histórico ni artístico de ninguna clase, aunque el conjunto del paseo es agradable y el pueblo de Takayama merece una visita.

Repetimos el paseo por el barrio de casas históricas y esta vez sí que encontramos gente. Es sábado por la tarde y todas las tiendas están abiertas, las calles llenas e incluso hay turistas japoneses dando paseos en rickshaw. No recuerdo si os he contado que los señores que tiran de los rickshaw visten una especie de pantalón ajustado negro y unas botas pezuña, de esas que tienen separado el pulgar del resto de los dedos. Jikatabi creo que se llaman. El asunto es que estos tiradores de calesa tienen las piernas más bonitas del mundo. Para qué darle más vueltas.
A mitad del paseo nos tomamos un helado en un sitio en el que sólo tienen un sabor de helado neutro que mezclan con el componente que elijas para obtener las diferentes variantes. Echan polvos de té para hacerte uno de té verde o incluso fruta congelada que la máquina tritura y mezcla con el helado.

Tras este interesante dato añadiré que de repente pasó un taxi limpísimo y enorme con una geisha dentro, bien despacito, y las señoras de las tiendas hacían reverencias y decían camparimá encantadas y nosotros miramos con la boca abierta intentando pillar el máximo posible de geisha con los ojos antes de que se fuera. En el coche con ella iba un señor japonés muy entrajetado. Nuestra primera geisha, esos seres que hasta hace bien poco pensé que ya estaban extintos como los dragones. Tal es mi ignorancia.

En un supermercado lleno de locales compramos unos mochis baratísimos (5 por 159 yenes) y los guardamos para la cena. Fuimos a descansar un rato y, ya de noche, sin turistas y con la iluminación mínima, dimos un paseo para despedirnos del casco antiguo de Takayama y sus casitas de madera. Antes de recogernos nos compramos unos vasos de tallarines al curry y unos sándwiches de helado de té verde y una lata de fanta grape y nos hicimos una cena en la habitación que, por supuesto, me apreté en yukata tumbado en el tatami y acompañada de un té verde.

martes, 17 de abril de 2012

Takayama, día 1. 23/3/2012.

Llegó la hora de dejar Tokio. Nos vamos sin despedirnos, como un gitano con dos jamones, porque viajamos ligeros, porque tenemos planeado volver y porque aquí los hoteles se pagan al entrar y el checkout es cosa de dejar la llave y sayonara.
Se supone que es hora punta, pero no sufrimos demasiado para entrar al tren que nos lleva a Tokio Station, donde hay que coger el shinkansen a Nagoya para luego ir en línea local hasta Takayama, la puerta de los Alpes japoneses.
En la estación de Tokio aprovechamos la espera para desayunar uno de esos dulces omnipresentes tan bonitos que da pena comérselos. Esta vez tachamos de la lista de guarradas por probar las Tokio Banana. Son unos bizcochitos amarillos con forma de plátano rellenos de crema de plátano. Regados, claro está, con una botella de té con plátano. No, es broma, el té no lleva plátano, pero todo lo demás era verdad.
Los shinkansen son una cosa muy popular y a los japoneses se les pone el culo bien ancho de pensar en ellos. Venden toda clase de merchandising con forma de tren bala en los kioskos de los andenes, calcetines, chopsticks, pendrives, naipes y juguetitos. Realmente pueden estar orgullosos, más que nada porque tienen una red tupida de trenes que pasan a frecuencias bastante apañadas y no son tan inaccesibles como estos AVE nuestros, que no presentan esta opción de viajar en asientos no reservados. El asunto es que por menos dinero del que cuesta un billete numerado, como los de aquí, puedes acceder a unos coches en los que te subes y te sientas en el primer asiento que encuentres libre. Si el tren está lleno te esperas al siguiente, pero he de decir que nosotros no hemos tenido problema para encontrar asiento libre en todo el viaje. Anyway, si visitas Japón como turista, llevas Japan Rail Pass y no lo pierdes, viajarás siempre en asiento reservado, porque el abono lo incluye. Si quieres visitar el país gastándote la menor cantidad de dinero posible, tal vez puedas pasar del JRP y tomar autobuses nocturnos que van de Tokio a Kioto y de Kioto a Hiroshima. Te saldrá más barato y te ahorrarás una noche de hotel. En cualquier caso, si deambulas dentro del segmento entre Tokio e Hiroshima el JRP de 14 días sale bastante a cuenta.
 Este viaje lo hicimos en un Hikari, que no es ni el más rápido ni el más lento de los shinkansen. La sensación de velocidad es mayor que en el AVE, no creo que vaya mucho más rápido, pero son trenes más antiguos y supongo que se amortigua menos el chacachá del tren. También son más anchos, y suelen tener una hilera de dos filas y otra de tres. En una triple íbamos sentaditos y pusimos una mochila en el asiento sobrante. Vino un señor y se detuvo, miró su billete y se marchó. El tren arrancó, los nativos abrieron sus sentos y se pusieron a zampar. Entrar o salir de Tokio en tren es una experiencia bien bonita que entretiene mucho a cualquiera porque no se hace a través de túneles, sino de vías elevadas, pero esto ya lo contaré a la vuelta. El caso es que estaba yo mirando por la ventana cuando volvió el mismo señor de antes y de nuevo se paró y se puso a mirar su billete. Como el científico del chiste pensé en probar qué pasaba si quitaba la mochila del asiento sobrante y, Eureka, el señor me sonrió encantador, me hizo una reverencia y ocupó su asiento. Así son los japoneses, que no les gusta molestar. Shame on you, gaijins!
El trayecto de Nagoya a Takayama transcurre a la vera del río Hida y es un non stop de paisajes, montañas, pueblos, ríos y riachuelos. Así es imposible leer ni escribir ni nada, por lo que te pasas el viaje mirando por la ventana. Luego llegas a la estación de Takayama, pequeñita y con mucha madera, con la lluvia y esos empleados de estación primorosamente uniformados —supongo que habrán corrido ríos de tinta sobre el talento de Japón para los uniformes— y parece que en vez de a un tren te has subido a la máquina del tiempo, aunque no dura mucho, porque los alrededores de la estación no son muy pintorescos que digamos y se reconoce el tufo a pachinko parlor. Justo delante  de la estación hay un kiosko de información turística donde tienen hasta mapas de la ciudad en español y una guía bastante completa en inglés. Justo al lado tienes la estación de autobuses, donde puedes reservamos para ir a Shirikawago al día siguiente. No pudimos ir a Kamikochi, en el interior de los Alpes japoneses en sí mismos considerados, porque no abren el acceso hasta finales de abril, y tampoco fuimos al poblado de Hida, que es una especie de museo que se encuentra a 10 minutos en bus de Takayama, porque al ir a Shirikawago ya cubres esa parcela.




Arrastramos las maletas bajo la lluvia hasta dar con el Rickshaw Inn, el ryokan en el que tenemos reserva. La ciudad está excesivamente tranquila. Tiene mucho tráfico para las dimensiones que aparenta, la anchura de sus calles y la altura de sus edificios, pero por la calle nos cruzamos sólo con dos personas. Las tiendas están abiertas, pero de esa manera en que abren aquí, que nunca se sabe si de verdad están abiertas o el dueño se ha ido a tomar un café con leche. Lo de ciudad tal vez sea ir demasiado lejos, es más bien un pueblo mediano y aunque no hay nadie en la calle, está lleno de comercios, por lo que deducimos que en periodos turísticos debe tener una actividad considerable.
El Rickshaw es nuestro primer Ryokan, con su armario para dejar los zapatos en la entrada, el ambiente familiar, la atención que se acerca más a la hospitalidad que a la hostelería y una habitación deliciosa con su tatami y sus ventanas de papel de arroz y su estufa de gasoil. Dejamos las maletas, comprobamos que hay wifi, sacamos el chubasquero y echamos a las calles. La gente de Rickshaw nos ha recomendado un restaurante llamado Suzuya, donde sirven un plato típico de la zona llamado… bueno, no tengo ni idea de cómo se llama, pero consiste en cocinar unos trozos de ternera de Hida con unas verdurillas, setas y pasta miso directamente en la mesa, delante del comensal, en un infiernillo de escayola. La particularidad está en que la comida se guisa sobre una robusta hoja de magnolia. Para acompañar te sirven un poco de sopa miso, arroz y encurtidos. En el Suzuya valoran mucho su pasta miso, presumen de no haber cambiado la receta desde los años sesenta y la venden al vacío para llevar, igual que venden las hojas de magnolia, que no son baratas precisamente. La verdad es que la comida estuvo exquisita, aunque las cantidades son pequeñas. En Japón la carne es como el oro, y suele servirse en cantidades minúsculas a precios bastante elevados. Aquí la cena nos costó aproximadamente unos 25 euros por cabeza y yo me pedí un poco de sake caliente para probarlo con resultados no muy satisfactorios y nos atendieron unas señoras viejas la mar de amables que se apañaban divinamente con el inglés. Mientras esperas que te traigan la comida te traen unas revistas con artículos en inglés sobre Takayama y el Suzuya, que a lo mejor para los japoneses es una atención encantadora aunque a nosotros tienda a parecernos un poco catetillo.
A decir verdad aquí no estuvimos comiendo, porque cuando vinimos a comer, a las 14:30, ya estaba cerrado, y tuvimos que volver para cenar. La comida consistió en unas bolas de pulpo (takoyaki) y unas galletas de esas con forma de pez rellenas de pasta dulce de judías rojas que vendía una señora en una esquina. Las bolas de pulpo son un vicio y una maravilla típica de Osaka, así que mejor las dejo para cuando me ocupe de ese lugar.
Así lloviendo y rebuscando con la lengua en las mejillas en busca de restos de bola de pulpo decidimos hacer una de las dos rutas a pie que propone la guía de Takayama que nos dieron al llegar. Se conoce que en Takayama (que quiere decir “pequeño Kioto”) hubo un castillo alguna vez, y esta ruta empieza por un parque en el que hay algún templo y están las ruinas del castillo. Después da un rodeo por el verde y vuelve a Takayama por otro extremo.


Barrio de Sanmachi y sus casitas periodo Edo.
Nos dirigimos hacia el parque, al norte de la ciudad, y echamos el primer vistazo al barrio de las casas tradicionales, Sanmachi. Pura arquitectura familiar japonesa del periodo Edo, casas de madera que forman calles rectas limitadas por pequeñas acequias. Hoy en día son todas tiendas de dulces o artesanía para turistas. Hoy no hay ni Dios, pero es una zona muy turística a la que deben acudir hordas de japoneses cuando hace buen tiempo. Las tiendas le quitan bastante encanto, así que seguimos camino. Hay que cruzar un par de puentes sobre el río antes de llegar al extremo norte de la ciudad y salir al parque, que al final resulta ser más un bosque que un parque. Subimos en busca de las ruinas del castillo por un sendero que escala una colina. Arriba encontramos un cobertizo para descansar y un par de placas explicativas sobre el castillo. Las ruinas consisten exactamente en un par de restos de muralla, todo lo demás hay que imaginárselo a partir de los dibujos dispuestos para los turistas. Seguimos camino y descendemos la colina por un caminito de cabras medio esculpido por la pendiente aprovechando las raíces de los árboles para formar escalones hasta dar con una pista de tierra con un par de carteles indicativos de la ruta. Las indicaciones para turísticas son rarunas y las rutas suelen ser bastante confusas, es natural empezar una ruta y acabar otra sencillamente porque pierdes la pista.
Aquí no se ve nada de interés pero salimos monos.
Un templo. Qué sorpresa.

Al final, dándole vueltas al mapa en cada bifurcación, atravesando un cementerio, un par de sembrados, cruzarnos con una cabra que nos mira con los ojos entornados y preguntando a las dos almas que nos hemos cruzado, conseguimos retomar la ruta cuando se vuelve a internar en el pueblo. Se trata de una sucesión de templos rodeados de casas familiares. Aunque no hay nadie por la calle y tampoco en los templos porque llueve y hace un poco de rasca, se nota que están habitados y gracias a que está anocheciendo las luces se ven en el interior a pesar del silencio absoluto y todo esto hace del paseo algo mucho más encantador. Da la sensación de que nos han encendido las luces del pueblo y se han marchado para dejarnos solos, y los templos son mitad templo mitad casa y están muy bonitos con los restos de nieve amontonada que quedan por las esquinas.

Estos son los malditos carteles indicativos que no se entienden.
Otro cementerio
Un árbol de navidad en un templo budista en el mes de marzo.
Volver al centro del pueblo mola mucho más ahora con las tiendas de las casas tradicionales cerradas, pero la iluminación callejera es tan suave que prácticamente vas a ciegas entre el foco de luz de una farola y la siguiente. Después de cenar decidimos buscar la zona viva del pueblo, donde debería haber alguien tomando una cerveza o algo, pero tras un buen paseo no localizamos más que unos cuantos anuncios de lo que parecen puticlubs en la segunda planta de un edificio minúsculo en una callejuela. A veces algún establecimiento escupe un poco de luz, pero cuando te asomas ves al señor que sirve tallarines tras la barra y poco más. Takayama está MUERTA. Es hora de irse a dormir.
Ésta es la yukata que tenía que haber robado.
En el ryokan uno se pone la yukata y se tumba en el tatami y se prepara un té verde y comprende por qué los japoneses se pasan el día tirados por los suelos. Qué calentito y agradable es el tacto del tatami y qué señorío da la yukata. Y el té… no penséis que tiene algo que ver con ese aguachirre que sale de las bolsitas de té que bebemos aquí con azúcar disuelto. Así se pasa el rato revolcándote y tomando un par de notitas y leyendo el correo y cuando quieres acordar reptas hasta el futón y te quedas frito.

domingo, 8 de abril de 2012

Tokio, día 5. 21/3/2012. Tokio Disney Seas y Ueno.

Así es, cometimos la perrería de ir a uno de los dos parques de atracciones Disney que tienen en Tokio y lo pagamos caro. No en pasta ―flash forward otra vez―, pero sí en dignidad. A lo mejor al leer esto alguien piensa que le sacamos partido al día. Pse, yo desde entonces cada vez que veo algo Disney me sonrojo. ¡Vergüenza de mis hijos!
No voy a dar muchos detalles de por qué hay dos parques ni sus diferencias porque el mensaje que quiero transmitir es "ni se te ocurra". Digamos que el parque clásico es una copia del original, no sé si el de la costa oeste o el de Florida y el otro está orientado a un público más adulto. Nos decidimos por la versión adulta porque teniendo en París otra versión del clásico siempre habrá más facilidades para visitarlo. Después del día de hoy no nos verán el pelo por ninguno, aunque lo tuviéramos a la vuelta de la esquina.



Yo había estado en el de París a la delicada edad de 17 años. Hay fotos que lo atestiguan y que el mundo nunca verá porque muestran a un tío Matt a medio hacer, con esa fealdad grotesca y torcida de los adolescentes. Gracias a que las cámaras de fotos de aquel entonces eran una puñetera mierda no se observan más que las imperfecciones estructurales, pero seguro que tenía un bozo como el cartel de una pensión y alguna que otra erupción cutánea. En aquella ocasión lo gocé bastante, porque el parque de atracciones más sofisticado el el que había puesto un pie era el Tívoli, y no el de Copenhague, sino el de Torremolinos, Málaga, y claro, tanto primor y tanto paisaje en colores pastel, a esa edad y con esa falta de mundo, me pasmaron como Londres a las mozas casaderas campestres de Jean Austen cuando iban de visita.
Así que pasamos de unas fotos adolescentes bastante impresentables a estas que veis hoy día en el que la lozanía de mis carnes ha pasado a mejor vida y se me ve un poco el cartón. Qué le vamos a hacer, pero cuando uno es una beldad no necesita viajar. Esto es así.
Pues estaré viejo, pero estoy más guapo que de adolescente.
Volviendo al asunto principal, si no vais con niños no vayáis a ningún parque Disney, pero es que si vais con niños tampoco. Lo pedirán, llorarán y patalearán, pero si los queréis y no deseáis convertirlos en esas personas mayores que no saben que están muertas debéis negarles el 95% de todo lo que pidan hasta que puedan pagárselo por sí mismos y ya no tengan que pedirlo. Si por el contrario los habéis traído a este mundo por puro egoísmo, siguiendo la llamada de la naturaleza sin dar prioridad a la razón, esperando llenar el vacío o para gozar de una segunda oportunidad a través de sus vidas, podéis llevarlos cada vez que se les antoje y destrozarlos repitiendo la misma historia una y otra vez. Gracias.
Volviendo otra vez, un niño se lo pasará pipa en un parque Disney y añado: siempre que vaya un día en que haya poca gente. El día que yo estuve en Eurodisney, allá por 1994, me subí en todas las atracciones e incluso pude repetir en un par. Aquí pensamos que siendo un día laborable y haciendo un tiempo relativamente malo —hace un poco de rasca y a ratos llovizna—, no habría mucha gente. Ja. Estos carbones miserables de japoneses se dedicaron el siglo pasado a hacer el Mal invadiendo y guerreando con todo lo que se les ponía por delante, salieron escarmentados y ahora sólo se atreven a hacer el Mal de una manera, vendiendo a diario el triple de entradas de las que sus parques Disney pueden atender.


Esta chica también estaba un poco enfurruñada.

Esfinge clavadita a Lola Flores mirando por encima del hombro a la atolondrada juventud nipona.


Flequillo gótico y Ventana gótica



Abren a las 8 y media de la mañana, y para esa hora ya tienen cola en la puerta. En el tren de camino a Tokio Disney Resort, que es una isla artificial en la que se encuentran los dos parques junto con una serie de hoteles temáticos, ya íbamos rodeados de una marabunta de adolescentes. Yo pensé que irían al colegio, pero iban todos al mismo sitio que nosotros. Aquí en Japón pasa algo muy raro con el instituto. No sé si es que los engendros tienen días de asuntos propios como si fuesen funcionarios o es que directamente cuando les apetece se van por ahí a vivir la vida en lugar de ir a clase, pero lo cierto es que en horario laboral están por todas partes, con sus preciosos uniformes o vestidos de paisano, luciendo modelos y gastando pasta a raudales. Yo que vivía escandalizado por la cantidad de pasta que manejan niños, adolescentes y adultos sin empleo aquí en España, vengo pasmado por el nivel que este fenómeno alcanza en Japón. Supongo que esto funciona como sigue. Gran Hermano decide que quiere tener a todo el modo esclavizado, que así es mucho mejor porque gana más pasta y se asegura el futuro. Para ello hipnotiza al pueblo con miles de brillantes artículos inútiles que el aborigen desea porque brillan y porque ha sido convenientemente manipulado para ello. Buenos ejemplos son los usos actuales de la telefonía móvil, el transporte privado, la ropa, los hijos o los viajes. Les cobra por estos artículos inútiles un precio muy superior al que valen y así el aborigen tiene que estar toda su puta vida trabajando para pagar por ellos. Todo esto ya lo sabemos, así es como vivimos nosotros también. La diferencia está en que aquí en Japón nos llevan mucha ventaja en este asunto de la civilización, recordad que todo lo que os estoy contando estos días se resume así: Japón es a España lo que España es a Ecuador. Esta ventaja, o desventaja, consiste exactamente en que en Japón quienes se esconden tras Gran Hermano no son caciques, sino señores que no necesitan aliviar ningún complejo personal, por lo que se han dado cuenta de que les interesa tener a tener a todo el mundo trabajando porque ese dinero te lo van a devolver a cambio de los aparatos brillantes y la ropa, que a Gran Hermano no le cuestan nada. En cada negocio visible japonés tienen el doble de empleados de los que necesitan. En España tenemos nuestra propia versión del fenómeno, tenemos el triple de gente de la que se necesita, pero el superávit de trabajadores está compuesto por jefes y cargos ficticios innecesarios, que además se quedan con el grueso de la pasta, por lo que la gente que de verdad produce algo cobra una puta mierda y no puede echar a la maquinaria la madera que necesita, con lo que la máquina se gripa. Esto sería bueno si se consiguiese parar la máquina, pero no. La máquina va a trompicones pero no espera a nadie, y si te quedas fuera te jodes. Moraleja, a no ser que tengas tu casa pagada y sepas cómo conseguir comida sin entrar en el juego, mejor entrar en el juego que caerse del tren. Esto se ilustra muy bien con la observación de los mendigos de Tokio, que os contaré en próximos relatos.


Cuando a los japoneses les entra sueño se echan la siesta donde les pilla. Japón 3 - Occidente 0.


Pero volvamos otra vez al asunto Disney. Que a pesar de ser laborable en el sitio había mucha más gente de la que las atracciones pueden asumir. Se han inventado un sistema de pedir cita en las atracciones más solicitadas, de manera que haces una cola, no para subirte, porque cuando llegas a la atracción ya te dice que tiene una cola de tres horas, sino para pedir cita. La máquina te da cita para dentro de cuatro horas, y te avisa de que no podrás pedir cita en ninguna otra atracción hasta dentro de dos. Esto no te deja otra opción que ponerte a hacer cola, ya no para pedir cita, sino ahora para subir. Teniendo en cuenta que la cola para las mariconadas de atracciones tipo Las alfombras de Jasmine es de 45 minutos, optas por ir a las atracciones estrella, como La torre del terror donde te indican un tiempo de cola de 130 minutos que luego resultan ser 180. Eso sí, tienes en la mano unos tickets para subirte a Viaje al centro de la Tierra a eso de las cuatro de la tarde. Mientras uno hace cola, el otro se puede ir por ahí a comprar perritos o palomitas o a pedir cita en otra atracción cuando haya llegado la hora en que puedes volver a hacerlo. Esto te permitirá subirte a cuatro atracciones en todo el día si andas ágil y te organizas porque a las tres de la tarde ya se han agotado las citas previas en todas las atracciones y no te queda otra que meterte en alguna otra cola de más de tres horas sin garantía de que te cierren el parque a las diez de la noche antes de que llegue tu turno. Si vas solo te dan por culo. Si consigues subirte a tres atracciones, una de ellas de las mierdosas, y ello pasando todo el día en una cola sin poder comprarte unas malas palomitas que echarte al gaznate ya te puedes dar con un canto en los dientes —me fascina la expresión darse con un canto en los dientes, me puedo pasar horas pensando en ella.
Mucho mejor que la fuente de las ovejas original



Lo más grande de todo es que luego las atracciones son todas un mierda como el sombrero de un picador. Están bien para una cola de media hora como mucho siempre que uno no haya salido nunca de su pueblo y tenga 16 años y muchas ganas de volver al pueblo a contarlo. Lo más natural es que vuestros hijos, que tienen iPhone y se pulen 300€ al mes ellos sabrán en qué, hagan la primera cola y luego digan que para una montañosa rusa de minuto y medio de mierda con monstruos mecánicos subterráneos sin un mal loop completo va a estar tres horas de pie su putísima madre y opten por irse al bar a darle al Tuenti el resto del día.
Decid que todas estas advertencias no son necesarias porque ni se os pasa por el pensamiento cometer la enorme gilipollez de acudir a un sitio de estos y que además hay que ser tonto para picar y estaréis hablando sabiamente.
Eso sí, el Tokio Disney este es una ocasión perfecta para observar a las hormiguitas japonesas al desnudo. Se muestran aquí sin pudor en todo su consumismo salvaje y absurdo. Y como no tienes otra cosa que hacer todo el día en una cola, pues a eso te dedicas.
Las familias que deambulan por ahí unidas lo hacen cuando los niños tienen menos de 13 o 14 años, porque en cuanto los cumplen van a todos sitios con su grupo de amiguitos o solos. Hay mucha gente que va por ahí sola mirando constantemente la pantalla del teléfono. Esto es así en el país entero y sobre todo en Tokio. Van caminando por la calle y en lugar de mirar para adelante miran el teléfono. Constantemente. También es común ver a una pareja o un grupo sentados tomando algo o haciendo cola pero callados como cartujos. No se hablan ni se miran, toman asiento y sacan una nintendo DS o un teléfono móvil. Siempre hay alguno que se pone a dormir, a la japonesa, claro, desnucado para adelante. Lo que es leer leen poco, y casi siempre manga. El perfil del lector es el hombre cuarentón o cincuentón trajeado en el transporte público. No he visto un sólo ebook en manos de un oriental en todo el viaje. Otro fenómeno curioso es el de los adolescentes que van con sus padres con o sin algún hermano menor y no se dirigen la palabra. Aquí en las colas de Disney lo vi bastante. Uno de los casos: tres horas de cola y una madre y un hijo no se llegaron a mirar a la cara, no cruzaron una palabra. Supongo que el pensamiento del adolescente en cuestión es, ¿para pedir que me traigan aquí he tenido que articular palabra? En cuanto llegue a casa abrazo el hikikorismo.
El fenómeno de las palomitas también es bastante ilustrativo y digno de mención. Resulta que por todo el parque hay unos carromatos que venden palomitas sabor cereza, pimienta, té verde y otros impossible flavours. Un cartucho de palomitas más bien pequeño cuesta 300¥, pero si quieres te venden una cestita o cubo de plástico con distintos diseños que cuesta 2200¥ lleno de palomitas y que luego puedes rellenar en cualquier carromato del parque por 500¥ de nada el refill. Una ganga, ¿eh? Pues todo el mundo lleva un cubo de estos colgando. Incluidas las parejas de novios ya adultas. También está el fenómeno de los sombreritos, que lleva todo el mudo y que cuestan un mínimo de 2500¥, aunque ahora que lo pienso, comparado con lo de las palomitas tampoco es para tanto.
Para echar yesca al escarnio os resumiré lo que hicimos. Entramos y nos dirigimos al volcán enorme que se veía a lo lejos. Decidimos ir a las atracciones que dan cita, suponiendo que serán las mejores y más solicitadas. Pedimos cita para la primera y nos vamos a pedir cita para la segunda. Allí descubrimos que hasta dentro de un rato no podemos pedir la segunda cita, por lo que nos toca esperar ese rato, que no es muy largo. Luego acudimos a la cita de la primera, que es no sé qué del Nautilus y resulta ser una mierda regia que aburre hasta a los bebés. Como hasta las 4 de la tarde no tenemos cita para la segunda decidimos hacer cola directa para la torre del terror, que es un espectacular hotel abandonado en forma de torre. Tras dos horas haciendo zigzag por los jardines del hotel en los que te van poniendo en situación con ciertas informaciones sobre el Señor Hightower parece que ya llegamos a la entrada. ¡Pues es mentira! ¡Una vez dentro del edificio aún te toca hacer cola una hora más! Si no fuese por esta pequeña inconveniencia la cosa tendría su gracia, porque se las apañan para contarte a través de murales y recortes de prensa que el señor Hightower era un arrogante prohombre norteamericano de barba más blanca que las estrellas de la bandera que se dedicó toda su vida a viajar a lugares tercermundistas de historia vetusta donde robaba las más preciadas reliquias y obras de arte para después lucirlas en su imponente hotel. Pero claro, tanta maldad le salió cara al hombre blanco y, tras un viaje al corazón de África donde se agenció un ídolo, la noche en que se inauguró el hotel tuvo lugar un episodio paranormal que concluyó con una explosión en el ascensor y la desaparición de Hightower. Pues bien, después de tanta farfolla y tanta inquina contra el colonialismo del hombre blanco resulta que la atracción no es otra cosa que una de esas plataformas que se elevan lentamente para después dejar caer a peso muerto con todo el mundo subido encima. Total, no llega a un minuto. Justo antes de que la cosa se ponga en movimiento te hacen una foto sin que te des cuenta y luego te la intenta colocar por 1200¥. En esta foto, que conseguimos gratis retratando el monitor en el que se dejan ver, puede observarse nuestro grado de satisfacción en contraste con el de las criaturicas que nos acompañaban. Si no llega a ser por la barrera del idioma los solivianto y les quemamos el garito a esta panda de cabrones. Después de tamaña fechoría vamos a ver si conseguimos cita para otra de las atracciones estrella, no sé qué de Indiana Jones. Justo en el momento en que llegamos se terminaban las entradas por cita previa, así que la única manera de subirse a algo era haciendo la cola. Como es natural decidimos comer algo que no fueran palomitas, acudir a la cita previa que nos quedaba y salir de allí como gato que trepa una olla para aprovechar la tarde en la ciudad.


Los dos primeros panolis de la fila de enmedio no parecen muy satisfechos.

Haceos cargo de que hay dos parques. Esto es, ¡todas estas calamidades por duplicado! Como bien dirían Krishnamurti y David Bohm: absoluto, inconmensurable, ignominioso.

Al menos esta foto es bonita.

No me volvéis a ver el pelo, hijos de un rezno.

De vuelta en la ciudad quisimos despedirnos del barrio de Ueno y lo pateamos bien, por el mercado y los alrededores del parque y la estación. Cenamos unos deliciosos udon en sopa con un huevo medio cocido en el garito de barra de al lado del hotel, donde nos reconocieron y recibieron con la amabilidad acostumbrada en esta gente y cierta sonrisa de satisfacción y orgullo que decía, a estos les ha gustado y vienen a repetir, high five colega. Sorbimos y sorbimos con orgullo a ver quién podía más, pagamos unos ridículos 900¥ y nos fuimos a seguir pateando por esas callejuelas llenas de sushis giratorios y japoneses mafiosillos que te ofrecen a place to chill out.
Después volvimos al Okachimaci Station Hotel, donde volví a sumergirme en las humeantes aguas de su sento y me acosté por última vez con la piel color de rosa. Y así fue como arreglamos un poco un día pocho. Mañana salimos para Takayama, la puerta de los Alpes japoneses.

PD: A día de hoy en que escribo esto mi honor se ha visto un poquito recuperado por un accidente fortuíto con el que la providencia ha querido compensarnos. No debemos ser tan despreciables después de todo. Resulta que aquí en el parque Disney pagué con tarjeta de crédito, pero no me dieron para firmar ni para meter el pin. Hoy puedo comprobar consultando los extractos y movimientos de mis tarjetas que no me han cobrado las entradas. Para que luego digan que no hay nadie ahí arriba que cuida de nosotros.

miércoles, 4 de abril de 2012

Tokio, día 4. 21/3/2012. Asakusa, Palacio Imperial, Ginza, Kanda y Akihabara.

El que esté atemorizado por la extensión excesiva de las últimas crónicas no se marche todavía, por favor. La acumulación de filosofías y conclusiones tiende a posarse en las primeras entradas, de manera que poco a poco los relatos se van haciendo más concisos. En esta misma sin ir más lejos debería notarse ya. A ver qué resulta.
Este es un día de peregrinación y romería. Tras el clásico desayuno de té con leche embotellado y bollería industrial caminamos hasta Ueno para coger el metro a Asakusa, el corazón del Tokio tradicional, y ya no volvemos a utilizad el transporte público en todo el día. Corre un viento bastante fresco pero brilla el sol, las calles de Asakusa, a excepción de las calles turísticas comerciales que conducen a Sensō-ji, el templo más grande que hemos visto en la ciudad. Tiene una gran puerta escoltada por dos titanes coloraos, una pagada de cuatro o cinco plantas, casetillas varias, su pequeño cementerio y todos los detalles del templo budista moderno. Está bastante concurrido por nativos, tanto en núcleos familiares como en grupos de estudiantes —preciosos los uniformes, por cierto, que las chicas llevan cuidadosamente tuneados con un par de peluches y zapatos primosoros— y también algunos turistas. A los nativos les encanta posar y retratarse delante de cada pagoda o cada puerta, incluso más que a los extranjeros. Son graciosos los japoneses, con esas caras tan distintas que parece que está uno en un tebeo de Naoiki Urasawa y esa manía de hacer ooooooh todo el tiempo. Todo lo expresan con un ooooooooooohhhhh, pero en función de la entonación que le dan, cambiante sinusoidalmente a lo largo de la larga ristra de oes comunican en un lenguaje universal la emoción que los embarga en ese momento.
Las calles que rodean el templo están llenas de puestos de comida y tiendas para turistas. Es de los pocos sitios donde venden yukatas, que son las batas que usan en casa y que te prestan en todos los hoteles junto con unas chanclas. Yo pensé que sería un artículo de lo más exportado, pero resulta que no, que las venden en poquísimos sitios. Abanicos, chochines, monederos y jelouquitis por todas partes; mochis, pinchitos de bolas de arroz y galguerías de té verde.
A diferencia de los días anteriores, Asakusa tiene un ambiente luminoso, doméstico y despejado. Gente sin disfrazar, amas de casa con su carrito de la compra, supermercados, librerías de segunda mano, pequeños negocios familiares, papelerías y si uno se pierde por las callejuelas encuentra mogollón de tiendas de juguetes tradicionales, como petardos y cometas. También hay pachinko slots como los llaman por aquí. De estos hay en todas partes. Aquí, según la Lonely Planet, está también uno de los sentos más mejores y auténticos y antiguos de todo Tokio, pero es tempranito aún para sumergirse en aguas humeantes. Tal vez otro día.
Decidimos llegar hasta Ginza caminando en paralelo al río, tarea que nos va a llevar una buena parte del día. Cuando el hambre empieza a apretar nos mezclamos entre las callejuelas bajo las vías del tren y entramos a comer en un cuchitril donde sirven anguila. Una vez dentro resulta ser un lugar bastante agradable y con la ayuda de un empleado que chapurrea inglés nos pedimos unos menús que llevan una cajita con arroz sobre el que colocan unas piezas de anguila cocida y otras de anguila a la plancha embadurnada en una variante adecuada de salsa de soja. Se sirve con wasabi, cebollino picado y una especie de rallador en el que hay acumuladas virutas de cáscara de limón. El rallador te lo dan con un rascador para que desprendas las virutas. Nos dan una tarjetita con las instrucciones; hay que poner un poco de wasabi, cebollino y limón sobre la anguila y metérsela en el gaznate. Todo esto lo sirven con riquísima sopa miso y encurtidos, as usual. Hay que decir que en algunos sitios nos han servido una especie de wasabi que pica muy poco pero mantiene todo el sabor, el que acompañaba a la anguila era de este tipo. Al final hay que guardar un poco de arroz, anguila y demás porque te traen una tetera de caldo hecho con las espinas y las colas de la anguila para que te hagas una sopa mezclándolo todo. De rechupete.
Una vez hemos ajustado las cuentas con la anguila preguntamos al amable camarero dónde coño estamos. Nos señala en el plano un lugar cercano al este de la estación de Kanda. Nos despedimos con la retahíla de reverencias, sayonaras —hay que pronunciar mal la erre, como si tuviera uno frenillo, no en la polla, sino debajo de la lengua— y arigatos, y seguimos camino hacia el sur.
El paisaje se va volviendo más urbano, las calles se ensanchan, el tráfico aumenta de caudal y los edificios son cada vez más altos y más de cristal; los viandantes cambian la ropa de paisano por el traje y el maletín. No tardamos en avistar el oasis verde del Palacio Imperial, sito en una isla rodeada de un foso lleno de cocodrilos, tiburones y sanguijuelas. De la isla se pueden visitar los jardines, pero para visitar el Palacio, como diría mi profesora de historia del instituto, en sí mismo considerado, hay que estar intrépido porque sólo se puede un par de días al año y no sé si hay que pedir cita o pernoctar al sereno la noche antes de que salgan a la venta las entradas como si fuera un concierto de Gilye Minogue. Los jardines no son muy espectaculares, para que nos vamos a engañar, y tampoco están muy concurridos. Tienen alguna vista interesante de edificio tradicional de madera bajo skyline moderno. Entramos por una punta y salimos por la misma, porque no se puede cruzar a la parte sur. En la esquina sureste hacen frontera con la ciudad, concretamente el distrito de Ginza, en una explanada enorme y desierta llena de arbolitos y bancos donde tomar el sol. Nos sentamos un rato a descansar, porque estamos hechos trizas, acompañados de unos cuantos mendigos que también se broncean por la zona. Es curioso lo de los mendigos, no se dejan ver mucho, ni piden, ni prestan demasiada atención a los viandantes, suelen mantenerse en zonas despejadas. Da la sensación de que estuviesen conformes con su condición de homeless y huyesen de la gente que forma parte del sistema. Los mendigos en España, qué os voy a contar, no parecen muy conformes. Cuando casi todos los españoles seamos mendigos dentro de poco va a ser la monda.
Aquí entramos directamente en Ginza, que es como la quinta avenida de Manhattan, para entendernos., dejando a la izquierda la estación central de Tokio. Mucha arquitectura vertical acrisolada y mucha tienda cara y mucha gente con mucha pasta de ropa encima. Las mismas marcas que allá y todo lo demás. Visitamos el famoso edificio del Foro Internacional de Tokio, que es bastante impresionante tanto desde fuera, como desde el patio interior que separa los dos edificios conectados por puentes y subterráneos, como desde el íntimos del edificio de cristal con forma de pez.
Seguimos camino hacia Ginza en sí misma considerada, paseamos un rato entre gentes bien pertrechadas por Chūō-dori, apuntando la diferencia entre el chanerismo de Shinjuku y el pijismo de aquí con la sensación de tener las cosas mucho más ubicadas. Lo de la estética artificial y violenta de los días anteriores es, digamos, la facción ordinaria y poligonera, o sea, lo popular, que por supuesto es mucho más entretenido que el clásico buen gusto de los ricos, que es igual en Ginza que en Nueva York. Y me temo que no sea igual que en España, donde los ricos son rancios y catetos. Bueno, hechos trizas nos tomamos un café de esos espesos y grandes sabor té verde con un baggel con queso de untar y seguimos la avenida Chūō parriba, que según el plano debería llevarnos, cruzando Akihabara, hasta Okachimachi, donde hacemos noche.
Camino al norte se nos va haciendo de noche entre grandes almacenes y estos negocios que están por doquier en Japón, los bridal nosequé. Se conoce que aquí en las bodas lo dan todo como los gitanos, y que se pasan años como la lechera soñando con el momento de casarse y montarla. Cuando el momento se acerca deben recurrir a uno de estos lugares en los que te sacan la pasta con una facilidad tremenda y en los que planean con un horterismo nivel estrella del pop de oriente medio hasta el último detalle de tu enlace. Me parece que las novias lucen distintos vestidos, el japonés, que es blanco así como con un cruce entre tocado de monja y comecocos en la cabeza, un kimono de loco estampado para hacerse fotos con el novio disfrazado de antiguo mejilla con mejilla bajo algún cerezo, y otro como de novia de Farruquito, occidental traje de merengue con pedrería.
Kanda y Akihabara son lo mismo. Tiendas de gadgets electrónicos y maid bars. Tiendas de cartas y muñequitos, tiendas de DVD y porno. Veo que tienen iPads e iPhones bastante baratos. No sé si son libres, si son de segunda mano ni sé nada de nada, pero si son libres y nuevos igual debería agenciarme un 4S por 200€. Entre eso y un par de pares de converse Super Mario que vendamos en España recuperamos la pasta del JRPass. Pero ahora estoy hecho trizas, ya preguntaré cuando volvamos a Tokio.
Intentamos retratarnos con alguna de las señoritas tuneadas que pregonan los maid bars. La primera, disfrazada de agente de policía putesca com lentillas azules se presta encantada, pero otra de ellas con una caperuza rosa, al pedirle que pose, empieza a lanzar gemiditos y a flexionar las rodillas muy nerviosa diciendo, nooooooooooooooooooooo, soriiiiiii, soriiiiiiiiiiiiiiiiiii, noooooooooooooooooo, soriiiiiiiiiiiiiiiiii. Bueno, bueno, mujer, no sufras que no pasa nada, te hacemos la foto a ti sola y nos vamos por donde hemos venido.
Ha sido un día agradable, por el cambio de paisaje y por el ritmo peripatético, lleno de menciones a lo que hubieran gozado Miguel y Ana. También ha sido agotador, no hemos parado de caminar en diez horas. Visita al 7eleven para comprar yoghurt y gelatina y vamos al hotel. Por supuesto no me encamo sin antes adquirir el porcino color rosa que el sento proporciona a mis carnes serranas.
¿Lo veis? Mucho más corto este cuarto día. ¡Misión cumplida!