martes, 17 de abril de 2012

Takayama, día 1. 23/3/2012.

Llegó la hora de dejar Tokio. Nos vamos sin despedirnos, como un gitano con dos jamones, porque viajamos ligeros, porque tenemos planeado volver y porque aquí los hoteles se pagan al entrar y el checkout es cosa de dejar la llave y sayonara.
Se supone que es hora punta, pero no sufrimos demasiado para entrar al tren que nos lleva a Tokio Station, donde hay que coger el shinkansen a Nagoya para luego ir en línea local hasta Takayama, la puerta de los Alpes japoneses.
En la estación de Tokio aprovechamos la espera para desayunar uno de esos dulces omnipresentes tan bonitos que da pena comérselos. Esta vez tachamos de la lista de guarradas por probar las Tokio Banana. Son unos bizcochitos amarillos con forma de plátano rellenos de crema de plátano. Regados, claro está, con una botella de té con plátano. No, es broma, el té no lleva plátano, pero todo lo demás era verdad.
Los shinkansen son una cosa muy popular y a los japoneses se les pone el culo bien ancho de pensar en ellos. Venden toda clase de merchandising con forma de tren bala en los kioskos de los andenes, calcetines, chopsticks, pendrives, naipes y juguetitos. Realmente pueden estar orgullosos, más que nada porque tienen una red tupida de trenes que pasan a frecuencias bastante apañadas y no son tan inaccesibles como estos AVE nuestros, que no presentan esta opción de viajar en asientos no reservados. El asunto es que por menos dinero del que cuesta un billete numerado, como los de aquí, puedes acceder a unos coches en los que te subes y te sientas en el primer asiento que encuentres libre. Si el tren está lleno te esperas al siguiente, pero he de decir que nosotros no hemos tenido problema para encontrar asiento libre en todo el viaje. Anyway, si visitas Japón como turista, llevas Japan Rail Pass y no lo pierdes, viajarás siempre en asiento reservado, porque el abono lo incluye. Si quieres visitar el país gastándote la menor cantidad de dinero posible, tal vez puedas pasar del JRP y tomar autobuses nocturnos que van de Tokio a Kioto y de Kioto a Hiroshima. Te saldrá más barato y te ahorrarás una noche de hotel. En cualquier caso, si deambulas dentro del segmento entre Tokio e Hiroshima el JRP de 14 días sale bastante a cuenta.
 Este viaje lo hicimos en un Hikari, que no es ni el más rápido ni el más lento de los shinkansen. La sensación de velocidad es mayor que en el AVE, no creo que vaya mucho más rápido, pero son trenes más antiguos y supongo que se amortigua menos el chacachá del tren. También son más anchos, y suelen tener una hilera de dos filas y otra de tres. En una triple íbamos sentaditos y pusimos una mochila en el asiento sobrante. Vino un señor y se detuvo, miró su billete y se marchó. El tren arrancó, los nativos abrieron sus sentos y se pusieron a zampar. Entrar o salir de Tokio en tren es una experiencia bien bonita que entretiene mucho a cualquiera porque no se hace a través de túneles, sino de vías elevadas, pero esto ya lo contaré a la vuelta. El caso es que estaba yo mirando por la ventana cuando volvió el mismo señor de antes y de nuevo se paró y se puso a mirar su billete. Como el científico del chiste pensé en probar qué pasaba si quitaba la mochila del asiento sobrante y, Eureka, el señor me sonrió encantador, me hizo una reverencia y ocupó su asiento. Así son los japoneses, que no les gusta molestar. Shame on you, gaijins!
El trayecto de Nagoya a Takayama transcurre a la vera del río Hida y es un non stop de paisajes, montañas, pueblos, ríos y riachuelos. Así es imposible leer ni escribir ni nada, por lo que te pasas el viaje mirando por la ventana. Luego llegas a la estación de Takayama, pequeñita y con mucha madera, con la lluvia y esos empleados de estación primorosamente uniformados —supongo que habrán corrido ríos de tinta sobre el talento de Japón para los uniformes— y parece que en vez de a un tren te has subido a la máquina del tiempo, aunque no dura mucho, porque los alrededores de la estación no son muy pintorescos que digamos y se reconoce el tufo a pachinko parlor. Justo delante  de la estación hay un kiosko de información turística donde tienen hasta mapas de la ciudad en español y una guía bastante completa en inglés. Justo al lado tienes la estación de autobuses, donde puedes reservamos para ir a Shirikawago al día siguiente. No pudimos ir a Kamikochi, en el interior de los Alpes japoneses en sí mismos considerados, porque no abren el acceso hasta finales de abril, y tampoco fuimos al poblado de Hida, que es una especie de museo que se encuentra a 10 minutos en bus de Takayama, porque al ir a Shirikawago ya cubres esa parcela.




Arrastramos las maletas bajo la lluvia hasta dar con el Rickshaw Inn, el ryokan en el que tenemos reserva. La ciudad está excesivamente tranquila. Tiene mucho tráfico para las dimensiones que aparenta, la anchura de sus calles y la altura de sus edificios, pero por la calle nos cruzamos sólo con dos personas. Las tiendas están abiertas, pero de esa manera en que abren aquí, que nunca se sabe si de verdad están abiertas o el dueño se ha ido a tomar un café con leche. Lo de ciudad tal vez sea ir demasiado lejos, es más bien un pueblo mediano y aunque no hay nadie en la calle, está lleno de comercios, por lo que deducimos que en periodos turísticos debe tener una actividad considerable.
El Rickshaw es nuestro primer Ryokan, con su armario para dejar los zapatos en la entrada, el ambiente familiar, la atención que se acerca más a la hospitalidad que a la hostelería y una habitación deliciosa con su tatami y sus ventanas de papel de arroz y su estufa de gasoil. Dejamos las maletas, comprobamos que hay wifi, sacamos el chubasquero y echamos a las calles. La gente de Rickshaw nos ha recomendado un restaurante llamado Suzuya, donde sirven un plato típico de la zona llamado… bueno, no tengo ni idea de cómo se llama, pero consiste en cocinar unos trozos de ternera de Hida con unas verdurillas, setas y pasta miso directamente en la mesa, delante del comensal, en un infiernillo de escayola. La particularidad está en que la comida se guisa sobre una robusta hoja de magnolia. Para acompañar te sirven un poco de sopa miso, arroz y encurtidos. En el Suzuya valoran mucho su pasta miso, presumen de no haber cambiado la receta desde los años sesenta y la venden al vacío para llevar, igual que venden las hojas de magnolia, que no son baratas precisamente. La verdad es que la comida estuvo exquisita, aunque las cantidades son pequeñas. En Japón la carne es como el oro, y suele servirse en cantidades minúsculas a precios bastante elevados. Aquí la cena nos costó aproximadamente unos 25 euros por cabeza y yo me pedí un poco de sake caliente para probarlo con resultados no muy satisfactorios y nos atendieron unas señoras viejas la mar de amables que se apañaban divinamente con el inglés. Mientras esperas que te traigan la comida te traen unas revistas con artículos en inglés sobre Takayama y el Suzuya, que a lo mejor para los japoneses es una atención encantadora aunque a nosotros tienda a parecernos un poco catetillo.
A decir verdad aquí no estuvimos comiendo, porque cuando vinimos a comer, a las 14:30, ya estaba cerrado, y tuvimos que volver para cenar. La comida consistió en unas bolas de pulpo (takoyaki) y unas galletas de esas con forma de pez rellenas de pasta dulce de judías rojas que vendía una señora en una esquina. Las bolas de pulpo son un vicio y una maravilla típica de Osaka, así que mejor las dejo para cuando me ocupe de ese lugar.
Así lloviendo y rebuscando con la lengua en las mejillas en busca de restos de bola de pulpo decidimos hacer una de las dos rutas a pie que propone la guía de Takayama que nos dieron al llegar. Se conoce que en Takayama (que quiere decir “pequeño Kioto”) hubo un castillo alguna vez, y esta ruta empieza por un parque en el que hay algún templo y están las ruinas del castillo. Después da un rodeo por el verde y vuelve a Takayama por otro extremo.


Barrio de Sanmachi y sus casitas periodo Edo.
Nos dirigimos hacia el parque, al norte de la ciudad, y echamos el primer vistazo al barrio de las casas tradicionales, Sanmachi. Pura arquitectura familiar japonesa del periodo Edo, casas de madera que forman calles rectas limitadas por pequeñas acequias. Hoy en día son todas tiendas de dulces o artesanía para turistas. Hoy no hay ni Dios, pero es una zona muy turística a la que deben acudir hordas de japoneses cuando hace buen tiempo. Las tiendas le quitan bastante encanto, así que seguimos camino. Hay que cruzar un par de puentes sobre el río antes de llegar al extremo norte de la ciudad y salir al parque, que al final resulta ser más un bosque que un parque. Subimos en busca de las ruinas del castillo por un sendero que escala una colina. Arriba encontramos un cobertizo para descansar y un par de placas explicativas sobre el castillo. Las ruinas consisten exactamente en un par de restos de muralla, todo lo demás hay que imaginárselo a partir de los dibujos dispuestos para los turistas. Seguimos camino y descendemos la colina por un caminito de cabras medio esculpido por la pendiente aprovechando las raíces de los árboles para formar escalones hasta dar con una pista de tierra con un par de carteles indicativos de la ruta. Las indicaciones para turísticas son rarunas y las rutas suelen ser bastante confusas, es natural empezar una ruta y acabar otra sencillamente porque pierdes la pista.
Aquí no se ve nada de interés pero salimos monos.
Un templo. Qué sorpresa.

Al final, dándole vueltas al mapa en cada bifurcación, atravesando un cementerio, un par de sembrados, cruzarnos con una cabra que nos mira con los ojos entornados y preguntando a las dos almas que nos hemos cruzado, conseguimos retomar la ruta cuando se vuelve a internar en el pueblo. Se trata de una sucesión de templos rodeados de casas familiares. Aunque no hay nadie por la calle y tampoco en los templos porque llueve y hace un poco de rasca, se nota que están habitados y gracias a que está anocheciendo las luces se ven en el interior a pesar del silencio absoluto y todo esto hace del paseo algo mucho más encantador. Da la sensación de que nos han encendido las luces del pueblo y se han marchado para dejarnos solos, y los templos son mitad templo mitad casa y están muy bonitos con los restos de nieve amontonada que quedan por las esquinas.

Estos son los malditos carteles indicativos que no se entienden.
Otro cementerio
Un árbol de navidad en un templo budista en el mes de marzo.
Volver al centro del pueblo mola mucho más ahora con las tiendas de las casas tradicionales cerradas, pero la iluminación callejera es tan suave que prácticamente vas a ciegas entre el foco de luz de una farola y la siguiente. Después de cenar decidimos buscar la zona viva del pueblo, donde debería haber alguien tomando una cerveza o algo, pero tras un buen paseo no localizamos más que unos cuantos anuncios de lo que parecen puticlubs en la segunda planta de un edificio minúsculo en una callejuela. A veces algún establecimiento escupe un poco de luz, pero cuando te asomas ves al señor que sirve tallarines tras la barra y poco más. Takayama está MUERTA. Es hora de irse a dormir.
Ésta es la yukata que tenía que haber robado.
En el ryokan uno se pone la yukata y se tumba en el tatami y se prepara un té verde y comprende por qué los japoneses se pasan el día tirados por los suelos. Qué calentito y agradable es el tacto del tatami y qué señorío da la yukata. Y el té… no penséis que tiene algo que ver con ese aguachirre que sale de las bolsitas de té que bebemos aquí con azúcar disuelto. Así se pasa el rato revolcándote y tomando un par de notitas y leyendo el correo y cuando quieres acordar reptas hasta el futón y te quedas frito.

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