lunes, 2 de abril de 2012

Tokio, día 3. 20/3/2012. Mitaka, Ghibli, Shinjuku y despedida.

Es la primera noche que duermo del tirón, a la tercera hemos vencido el jet lag con un poco de ayuda de la paliza que nos pegamos anoche buscando el JRP. Lo primero es llamar por teléfono al Japan Rail, por si alguien hubiese recogido esa tarjetita de cartón ilustrada con un tsunami y detalles plateados, le hubiese echado un vistazo y hubiese pensado que tal vez tiene algún valor y es conveniente llevarla a objetos perdidos.

—Good morning. Look, I've lost my Japan Rail Pass.

—Really? Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhh!— este oh lo dice la señorita en clara entonación afligida. Aquí todo el rato están expresando empatía con el gaijin utilizando onomatopeyas e interjecciones.

Tras contarle los detalles acerca de la pérdida la señorita se compromete a comprobar si tienen alguna pista y llamarme de nuevo al hotel. Mientras tanto esperamos a Ana en el lobby decidiendo qué podemos desayunar. Optamos por unos ramen en la barra del restaurante de al lado. Una ración de soba fríos con tempura y una salsa como de soja para mojarlos antes de metérselos entre pecho y espalda cuesta unos 400¥. Una ración de udon, que son esos tallarines gordos y al dente, dentro de un enorme tazón de sopa caliente con tempura y cebollino cuesta tal vez 10¥ más. Si lo comparamos con los casi 300¥ que cuesta una botella de té con leche y un bollo de fresa en el 7eleven o los 500¥ que te cuesta un café en una cafetería cualquiera está claro cuál es el desayuno que interesa.

Yo durante estos primeros días no he tenido mucha hambre y la comida me ha saciado con facilidad. Esto por supuesto no significa que haya comido poco, para comer no es menester tener hambre, sólo sentarse y llenarse la boca de cosas. Además esta mañana reina en el ambiente una sensación de final del verano, de muermo de domingo por la tarde; es el último día de Miguel y Ana y estamos todos un poco apenados, pero los noodles elevan un poco nuestros espíritus, al menos hasta que se acaban. Estos restaurantes de barra, con su máquina autoservicio de agua fría, su caldero de agua caliente del lado del cocinero/camarero, sus coladores gigantes para calentar los soba o los udon, están perfectamente retratados en una peli que nos recomendó una querida amiga que se llama Tampopo (Juzo Itami, 1985) y que es una especie de western gastronómico de la nouvelle vague abuñuelado y amable a pesar de que maten a una tortuga para echarla al caldero, así, raw style ante la cámara. El director es el cuñado de Kenzaburo Oe y parece ser que tuvo ciertos problemas con los yakuza por una película en la que los retrató y no quedaron muy contentos. Ah, Tampopo me cautivó desde el minuto uno, en el que un señor amonesta severamente a otro por comer haciendo ruido en el cine.

Total, que tras pasar un rato por el police box de la estación de Ueno a ver si saben algo del JRP perdido, seguimos un poco chof hacia el barrio de Mitaka, que es donde se encuentra el Museo Ghibli. Nuestra querida amiga, la misma de Tampopo, nos animó con entusiasmo a no dejar Tokio sin visitar el Museo Ghibli. Pero para visitar el museo es necesario comprar las entradas con antelación desde el país de procedencia. Una vez en Japón, si no tienes entradas, la has cagado. Esto va así, como el JRP, las entradas son nominales y es necesario el número de pasaporte y sólo valen para un día concreto. Hoy es fiesta nacional, es el solsticio de primavera o algo así, con lo que es de esperar que las 200 visitas diarias que admite el museo estén cubiertas.

El barrio de Mitaka resulta ser bastante agradable. Desde la estación hasta el museo hay un paseo de un par de kilómetros por una calle residencial paralela a un pequeño canal. Edificios de apartamentos con el bajo abierto y dedicado al aparcamiento y vecinos paseando en bici son la norma general. Hace un día soleado y primaveral y la gente pasea a su perrito. A lo largo del paseo hay varios carteles metálicos en los que Totoro indica la distancia al museo. Justo al lado de un parque con canchas de tenis está la mansión Ghibli. Aquí no es donde trabajan los empleados, no tenemos idea de dónde tendrá su sede la productora, pero si el sitio es la mitad de bonito que este deben estar deseando que termine el fin de semana para correr a trabajar. Al llegar te piden la entrada y te la cambian por otra que contiene un par de fotogramas de una película de Ghibli. A mí creo que me ha tocado una de El castillo ambulante. La entrada al museo ya pasma de bonita, con vidrieras, murales, trampantojos y lámparas tiffany's plagadas de totoros, pulgas negras, ponyos y demás motivos Ghibli. Abajo hay una sala llena de zootropos, cinematógrafos en los que la tira de película traza complicados laberintos, linternas mágicas y todas las cosas bonitas relacionadas con el invento del cine habidas y por haber. También hay una reproducción del museo tamaño casa gigante de muñecas en las que cada ventana puede abrirse y esconde un dibujo correspondiente a cada una de las pelis de Ghibli. En el vestíbulo está la entrada a la sala de cine, el ascensor y una vista estupenda si uno mira hacia arriba, al resto de plantas del museo, con la gente correteando por las galerías y los niños cruzando los puentes que van de un lado a otro. Hay salas dedicadas al mundo laborioso de las gentes que hacen el trabajo artesanal en esta casa; álbumes primorosamente encuadernados repletos de fotografías de localizaciones, paredes empapeladas con acuarelas y bocetos, una biblioteca preciosa, regalos de fans y colegas de todas las partes del mundo, flores secas, ceniceros llenos de colillas, jarrones y antiguas latas de galletas llenas de pinceles, fotografías ya hechas pergaminos... Todo dispuesto con un cariño y un buen gusto que inspira más respeto y reverencia que cualquier templo. Sólo hay un lugar en el museo en el que se pueden hacer fotos: la terraza. La terraza es un jardín y alberga un robot y un monolito, nos hacemos unas fotos y con la vuelta al aire libre nos vuelve un poco la sensación melancólica de despedida, que aquí no viene nada mal, porque es una sensación que casa bastante con estas baladas chochi pop japonesas que suenan al final de las películas Ghibli.

De toda la gente que hay en el museo, las tres cuartas partes están en la tienda. La tienda es de lo más apetitoso e invita a dejarse una pasta a pesar de los precios prohibitivos, pero está tan atestada que tardo poco en abandonar. Nos pasamos a la librería, que es mucho más pequeña y está más desahogada. Venden libros de cuentos ilustrados, libros de fotos del museo, postales, ilustraciones y mil cosas más, casi todas en japonés. De allí pasamos a la sala de cine, donde nos ponen una peli inédita de Ghibli sobre un perrito que se extravía y sus dueños sufren mucho buscándolo. Yo me imagino que el perrito es nuestro JRP perdido y empatizo mogollón. Luego nos tomamos un helado de habichuelas rojas en la cantina y yo me pido una cerveza porque tienen una etiqueta dibujada al más puro estilo Ghibli y me la quiero llevar. Antes hemos intentado que nos diesen una de las que la gente dejaba vacías, pero se niegan. ¡Malhechores!

El resto del día lo dedicamos a Shinjuku, el barrio de Tokio cuya estación es la más concurrida del mundo. A salir tomamos la salida equivocada y esto nos cuesta media hora de dar vueltas por calles atestadas y tiendas subterráneas y laberínticas de dulces. A cambio obtenemos varios paquetes de pañuelos con publicidad y unas botellas de una bebida tropical. Salimos por fin a Shinjuku este, la zona más agresiva de Tokio. Aquí te colocas en una esquina y flipas. Es el equivalente a sentarse en un tranco en Harlem un domingo por la mañana a ver a los negros pasar ataviados para la misa pero en versión japonesa, lo que se puede resumir como una marabunta de japoneses ultradelgados con el pelo teñido color ardilla y peinado en forma de estructurada fuente de siete caños y japonesas occidentalizadas, todos ellos tratando de parecer maniquíes o dibujos manga y conscientes del aspecto de cada una de las células que componen sus cuerpos y avíos. Todo ello alumbrado con el océano de neones que lo cubre todo y con tales cantidades de gente que a ratos llega incluso a marear. Subimos a comer al cuarto piso de un edificio cualquiera en un ascensor que da a pie de calle. Es un restaurante de esos que cada mesa tiene una plancha en el centro y te pides un tazón lleno de cosas en cualquier estado que pueda adoptar la materia, lo remueves todo, lo echas en la plancha y te haces una especie de tortilla que engulles enterrada en esas virutas de pescado seco y mix de salsas ignotas que te ponen por ahí a tu alcance. Está bastante bueno y te lo vas comiendo en distintos grados de tostado, porque mientras te comes un cacho el resto se sigue haciendo. Salimos de allí un poco más melancólicos y apestando a fritanga y nos acercamos al Edificio el Gobierno Metropolitano de Tokio con las manos en los bolsillos. Es un rascacielos con un mirador gratis desde el que se ve toda la ciudad. Cuando llegamos es ya de noche y da la sensación de que hasta donde alcanza la vista sólo hay ciudad cerrada. Ni un solo claro sin civilizar a lo bestia.

Tras mirar el mundo desde lo alto volvemos a Shinjuku para tomar algo y dar un paseíllo por la zona de los los los hoteles y los negocios de acompañantes. Hasta volver de nuevo al Shinjuku salvaje hay que atravesar la zona de los rascacielos, bastante desierta a estas horas. Recuerda mucho a Park y Madison Avenue de Nueva York, pero tal vez sería mucho más interesante en horario laboral, llena de ejecutivos peinados a lo hentai.

De vuelta en Shinjuku entramos en una de esas tiendas Don Quixote, una especie de todo a 100 gigantesco y salvaje donde lo venden TODO. Disfraces de enfermera y blancanieves puta, gorras de Mario y Luigi, botes de calamar reseco, embutidos de gamba, mil productos de té verde, almohadas, bolas antistress com forma de mama humana, matasuegras, calefactores, accesorios para el móvil, aspiradores, colchas, calzoncillos wonderpacket de fantasía, microondas, calcetines de lolita, pestañas postizas, gafas graduadas, gafas sin cristales, cacahuetes con wasabi, toallas de calle, toallas para el onsen... Y todo ellos repartido en más de cinco plantas ocupadas por estanterías y pasillos angostos. Yo estaba muy cansado y había demasiada luz y color a mi alrededor, así que decidí no pasar de la segunda planta y salirme a la calle a verlas venir.

En la calle la competición por lucir y significarse es tan agresiva que me hace volver a un pensamiento elaborado más o menos intuitivamente pero que cada vez encuentro más fiable. Aquí he tenido una sensación de reconocer las raíces consumistas de nuestra propia cultura mucho más fuerte que en Nueva York. Quiero decir que me da la sensación de que en los últimos años, la globalización consiste mucho más en la importación de ciertos patrones japoneses que americanos, y estoy pensando sobre todo en el consumismo y en la importancia que tiene poseer con furia fetichista y gregaria cierto surtido de artículos inútiles. Seguramente, como en todo lo demás, América no es más que un puerto de paso que nos hace de ventana al mundo, un pueblo de astutos comerciantes, como los italianos, que le cambian el nombre a las cosas y las venden como propias. En fin, el comercio. En resumidas cuentas, me sorprende bastante encontrarme aquí con esta epifanía de madre patria o de origen de las cosas.

Nos introducimos en las calles aledañas de Shinjuku, hacia el norte, donde las fachadas están tomadas por los catálogos de galanes hentai de los locales de señores de compañía. Se trata de unos locales nocturnos en los que las señoritas y señoras japonesas pueden alternar con sus pintorescos empleados. Cuando digo alternar no estoy recurriendo al manido eufemismo, no se produce comercio sexual, parece que los documentales tenían razón y el japonés tiene cierta aversión por el contacto físico. Aquí ahora lo que la gente quiere es merodear alrededor de las relaciones sexuales como el novio merodea alrededor de la novia en las fotos que se hace la gente entre la boda y el convite. Coquetean con la idea del sexo, dan rodeos y juegan con ello, pero por alguna razón prefieren resolver de manera ballardiana, con cierto desprecio y asco por lo recto. Parece ser que una vez más Japón anda a la vanguardia en esta peregrinación por el camino de la aberración que no sabemos todavía dónde nos conduce.

En la fachada de cada local se colocan las fotos de los galanes, unos mozos de aspecto y constitución alienígena, ni femeninos ni viriles, en algunas ocasiones ordenados en un ranking que sigue misteriosos criterios. A veces unos cuantos fuman y charlan en la puerta del local demostrando que no hay trampa ni photoshop; ellos, sus cutis y sus peinados son tal cual aparecen en las fotos. A veces coincidimos con la salida o entrada de algún grupo de señoras, casi todas de mediana edad. No vi a ninguna sola o en pares.

En algún cruce nos encontramos con el anuncio de un local similar pero en el que las joyas de la corona son señoritas obesas igualmente tuneadas. Fascinante.

Hacemos parada ante un cartel que anuncia un rock bar en el sótano. Bajamos la escalerilla y entramos en otro mundo. El bar debe contar con unos 7 metros cuadrados en total y está completamente oscuro. Una señorita aparentemente bella nos saluda con alegría desde detrás de la barra y nos alumbra unos taburetes con unos leds rojos. La música suena muy bien y está muy alta. Hay unos pósters de Ramones, Kurt Kobain y esas cosas. En el bar no hay sitio para estar de pie, hay que permanecer sentado, y con la consumición (cerveza a 700¥) te ponen tu propio led rojo y un libreto que dice "Music menu". El cliente rebusca un grupo o intérprete, se lo indica a la camarera, ella hurga sobre la barra, le da al cliente todos los cds que tiene de ese artista y el cliente le indica la canción que desea escuchar. Ella la coloca sonriente en la lista de reproducción y así es como el cliente ejerce de pinchadiscos. Tras un buen rato para el gozo de los melómanos y los aficionados, abandonamos el bar con la correspondiente y festiva despedida de la camarera y nos vamos los cuatro juntitos por última vez al hotel.

Allí cenamos deliciosas guarradas compradas por ahí y nos despedimos parcialmente y comentamos lo que nos vamos a echar de menos sin exagerar ni un poquito; aquí solitos en tierra extraña os hemos echado mucho de menos. El resto de la despedida vino después de terminar la velada en el onsen del hotel, en yukata, disfrazados de Jesús Gil. La operación ha sido todo un éxito, esto habrá que repetirlo, pero un viaje completo, que estos tres días se han pasado en un suspiro.

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