miércoles, 25 de abril de 2012

Shirikawago y Takayama. 24/3/2012.


Anoche estuve echando un vistazo a la guía de Takayama y me quedé pasmado de la cantidad de museos y atracciones turísticas tiene. Ayuntamiento Histórico, el Museo de Folclore Kukasabe, la casa Yoshijima, el Museo de Historia Local, el Museo de Arte Local, el Museo Fujii, el City Memorial Hall, el Museo de Carrozas… Y todo ello sin contar las atracciones circundantes a la ciudad como el parque de osos, el bosque de las ardillas, aguas termales natural o los acontecimientos puntuales como el desfile de carrozas de primavera, el dichoso sakura que no asoma por ninguna parte. También se pueden visitar fábricas artesanas de crackers de arroz y de sake, así como asistir a talleres de lacado y caligrafía y ceremonias del té. Bien, pues después de leer esto sales a la calle y no hay nadie.
Nos hemos levantado temprano como japoneses porque anoche nos acostamos muy temprano y porque antes de salir para Shirikawago queremos pasar por los mercadillos mañaneros. Ya advierten por ahí que cuando hace mal tiempo el número de puestos se reduce considerablemente. Chispea una chispa, así que seguramente la visita será rápida. Como no conocemos el pueblo no sabemos si los que hay son pocos o muchos, pero algunos hay, y en casi todos venden comida y ofrecen cositas ricas para probar. Así de gorra catamos los local rice crackers, que son parecidos a las tortas esas de arroz que venden para engañar el hambre, pero recubiertas por una cobertura tostada de salsa de soja. Están ricas. También probamos el té de setas, que está riquísimo aunque hasta donde yo sé, hervir unas setas y no es hacer té, sino caldo. Tampoco es que sea un consomé, no lleva ni sal ni azúcar ni nada. También pudimos echar mano a unos pinchitos de bolitas de arroz bañadas en sirope y varios tipos de encurtidos e identificamos como productos típicos locales la pasta miso y las hojas de magnolia que, recordad, no se comen, sino que se utilizan para cocinar el plato típico.
Llovizna, luego hay pocos puestos en el mercado.
¡A coger y a revolver, niñas!
Uno de los dos mercadillos está más dedicado a productos frescos. Los puestos tienen aspecto de estar más improvisados y las señoras que los atienden parecen campesinas que vienen a vender lo que ellas mismas recolectan o cocinan. Hortalizas, alguna fruta, pasta miso, mochis caseros y unas muñecas que parecen hechas de lana (sarubobos) se repiten en todos los puestos. Señalando unas bolitas nos preguntamos si serán mochis, y la señora reconoce la palabra y se activa como un resorte y repite mochi mochi mochi mochi sin cesar. Retrocedimos como las novias de Drácula, no por falta de ganas de apretarnos un mochi, sino porque si cada vez que ves un mochi te lo comes la muerte no tardaría más de 48 horas en acabar contigo.
Este segundo mercadillo, el de Jinya-Mae está junto al Ayuntamiento Histórico que se parece mucho a la casa de Harakiri, la peli de Masaki Kobayashi en la que un señor samurái es obligado a hacerse el harakiri con una espada de bambú en una casa señorial. Me entran ganas de pagar los 500 yenes de entrada, pero ahora no tenemos tiempo.
Aquí daba gloria hacerse el harakiri en tiempos de Meiji.

El viaje a Shirikawago lleva una hora y se divide en dos partes, los diez minutos que el bus tarda en salir de la auténtica Takayama y los cincuenta que transcurren entre montones de nieve apilada. La primera acaba con el misterio, ¿cómo era posible que una ciudad tan pequeña tuviese tanto museo y tanta tienda? Pues es que resulta que la ciudad no es lo que parece y el core histórico en conserva está rodeado por un océano suburbial compuesto de casas unifamiliares feísimas rodeadas de chatarra doméstica tipo triciclos y uralitas, todo colocado de una manera un poco caprichosa, como si lo hubiesen esturreado desde una altura de 600 metros. Alrededor de las carreteras lo mismo de siempre pero con la pátina mugrosilla y oxidada de la América profunda:  pachinkos, autoburguers, y centros comerciales medio muertos. Una vez fuera la nieve se amontona hasta una altura de dos metros, y por muy bonito que sea el paisaje montañés me quedo frito y amanezco en Shirikawago.
Shirikawago es un poblado que se ha conservado con fines turísticos a modo de museo. Concretamente se han conservado las casas tradicionales con tejados de paja, porque el pueblo tiene sus carreteritas asfaltadas y algún edificio con tejado sólido.
El bus te deja en un área de servicio junto al río Shogawa y para llegar al pueblo hay que cruzar un puente colgante que se tambalea. Al principio pasé yo solo para que me hicieran una foto desde la orilla y cuando vi que el puente se tambaleaba decidí que se trataba de algo normal dado que todo el mundo iba y venía como si tal cosa. No cundió el pánico ni me ha llegado noticia de que se haya caído puente alguno, así que sigo suponiendo que es normal que cruces un puente y vayas rebotando.
¿Dónde está el Tío Matt? Búscalo en el puente colgante.

En Shirikawago hay metro y medio de nieve bajo la que fluyen acequias en una red tupida alrededor de las casas y a lo largo de las carreteras. Junto a cada casa se forma una pequeña charca donde crían unas percas grandes como perros. Mientras uno deambula por ahí un halcón o un bicho volador del mismo tamaño se pasa la mañana revoloteando en círculos sobre el pueblo. Parece que estás metido dentro de La balada de Narayama y en cualquier momento puedes escuchar unos gemidos dentro de un granero y cuando te asomes te vas a encontrar a un señor retrasado fornicando con una anciana, pero no. Lo que sí nos encontramos fue un mono sentado plácidamente en el tejadillo de un baño público. Teníamos pensado ir a un onsen al aire libre que hay por aquí, pero al llegar echamos un vistado a las fotos y decidimos pasar, porque no está realmente al aire libre, sino en una especie de terracilla, así que no podríamos cumplir el capricho de estar metidos en agua caliente contemplando las montañas nevadas.

Shirikawago desde el mirador.
Atención al mono viéndolas venir.
Bajo toda esa nieve hay una tupida red de acequias y balsas.
El único mono que hemos visto en todo el viaje.


Arquitectura rural japonesa.
Como las de aquí pero diez veces más grandes.

Antes de volver al bus nos salimos del camino para tomar unas fotos pero nos damos la vuelta porque al tercer paso a Andrés se le hundió la pata en la nieve hasta la cadera. No estamos equipados para tanta aventura, así que nos compramos una especie de croqueta y una especie de churro rellenos de algo salado que no sé lo que es pero que estaba buenísimo.
De vuelta en Takayama tras otra siesta en el bus fuimos a comer a Sumikyu, una recomendación del personal del ryokan, en especial por sus soba, hechos a mano según la receta familiar de no sé cuándo. Uno de los que pedimos iba en sopa con un arenque nativo. La camarera insitió en que el arenque había sido pescado en Takayama. Los arenques japoneses son como los encurtidos, mucho más suaves y sabrosos que los españoles, y además te los sirven sin raspa para que sólo tengas que hincarles el diente. Yo me pedí unos soba metidos en un tazón de sopa y pronto me arrepentí, porque en la mesa de al lado una chica se los pidió fríos, servidos sobre una hoja de magnolia y con un tazón de algo de aspecto apetitoso para mojarlos. La ración era mucho más grande y mucho más apetitosa a mis ojos que la mía. Nunca me lo perdonaré. En este restaurante es donde encontramos a una hostelera japonesa que no conocía ninguna de las formas que se me ocurrieron para pronunciar la palabra water. También es cierto que no me costaba ningún trabajo haber aprendido a decir agua en japonés, pero Andrés quiso beber agua en lugar de té y para pedirla tuvimos que señalar los vasos de agua de la familia que comía arrodillada en el tatami a metro y medio de nuestra mesa. Son los terceros mejores tallarines que probé en Japón. Y ahora hago una pausa en mi narración porque sólo de recordar estas cosas estoy encharcando de babas el teclado y creo que nunca en mi vida había tenido tanta hambre.

Después de comer decidimos cambiar completamente de tercio y nos compramos en un puesto unas empanadillas al vapor rellenas de ternera de Hida. Pago con toda la quincalla de monedas sueltas de 1 yen que me quedan y me voy feliz apretándome la empanadilla —ya sabéis, esas empanadillas con forma de bola blanca un poco elásticas que dentro llevan carne picada con salsa— cuando oigo un ruido como flop flop flop acompañado de unos gemidos y resuellos. Yo pensé que la cosa no iría conmigo, porque aquí los turistas siempre están al margen de todo lo que pasa como las palomas están al margen de todo lo que pasa en un parque, pero resultó que sí, que era la señora de las empanadillas que venía corriendo desesperada porque le había dado 1 yen de más. ¡Venía corriendo en chanclas y delantal a devolverme un céntimo! Añadid al caso que yo al darle un céntimo de más seguramente la insulté gravemente, y aún así la señora se pegó una carrera para darme lo que era mío. En fin…
Ya que no llovía fuimos a por el otro walking tour que nos quedaba, la zona de templos que no se llama Higashiyama. Ésta es más urbana que la de ayer (Higashiyama), templos integrados en la ciudad, algunos junto a museos como el de las carrozas. Este asunto de las carrozas consiste en que aquí fabrican unos artefactos como pasos de semana santa que sacan a pasear en hombros por el pueblo en algunos momentos determinados del año. Los guardan en una especie de cocheras elevadas que te encuentras en algunas calles, es como un portón doble, como la entrada de un garaje pero forrado de chapa dorada y a una altura de metro y medio.
"Y la dichosa sakura sin aparecer" parece estar pensando nuestro protagonista.
En algún momento de la tarde salió el sol y volvimos al río, que en algunas partes de la ciudad se estrecha y transcurre por el centro de las calles como un pequeño canal flanqueado por cerezos, ninguno de ellos en flor. La sakura se está haciendo esperar, tal vez en Kioto, donde la temperatura es más alta, haya llegado ya. Parece ser que tanto televisión como informes meteorológicos dedican bastante espacio a la sakura, pero si no hablas japonés no te enteras de nada. Godzilla podría amenazar la ciudad, la evacuarían y tú te levantarías de la siesta sin enterarte de nada pensando qué raros son los japoneses que no salen a la calle en todo el fin de semana.
Respecto a la ruta de ayer y la de hoy os digo que son templos pequeñitos que por sí solos no tienen valor histórico ni artístico de ninguna clase, aunque el conjunto del paseo es agradable y el pueblo de Takayama merece una visita.

Repetimos el paseo por el barrio de casas históricas y esta vez sí que encontramos gente. Es sábado por la tarde y todas las tiendas están abiertas, las calles llenas e incluso hay turistas japoneses dando paseos en rickshaw. No recuerdo si os he contado que los señores que tiran de los rickshaw visten una especie de pantalón ajustado negro y unas botas pezuña, de esas que tienen separado el pulgar del resto de los dedos. Jikatabi creo que se llaman. El asunto es que estos tiradores de calesa tienen las piernas más bonitas del mundo. Para qué darle más vueltas.
A mitad del paseo nos tomamos un helado en un sitio en el que sólo tienen un sabor de helado neutro que mezclan con el componente que elijas para obtener las diferentes variantes. Echan polvos de té para hacerte uno de té verde o incluso fruta congelada que la máquina tritura y mezcla con el helado.

Tras este interesante dato añadiré que de repente pasó un taxi limpísimo y enorme con una geisha dentro, bien despacito, y las señoras de las tiendas hacían reverencias y decían camparimá encantadas y nosotros miramos con la boca abierta intentando pillar el máximo posible de geisha con los ojos antes de que se fuera. En el coche con ella iba un señor japonés muy entrajetado. Nuestra primera geisha, esos seres que hasta hace bien poco pensé que ya estaban extintos como los dragones. Tal es mi ignorancia.

En un supermercado lleno de locales compramos unos mochis baratísimos (5 por 159 yenes) y los guardamos para la cena. Fuimos a descansar un rato y, ya de noche, sin turistas y con la iluminación mínima, dimos un paseo para despedirnos del casco antiguo de Takayama y sus casitas de madera. Antes de recogernos nos compramos unos vasos de tallarines al curry y unos sándwiches de helado de té verde y una lata de fanta grape y nos hicimos una cena en la habitación que, por supuesto, me apreté en yukata tumbado en el tatami y acompañada de un té verde.

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