miércoles, 16 de mayo de 2012

Takayama - Kyoto. 25/3/2012.

No hay como hacer checkout en un ryokan (hotel tradicional familiar japonés) para compensar todos esos días de no human interaction at all que supone recorrer Japón. Con una sonrisa que da la vuelta completa a la cabeza te preguntarán sobre tu lugar de origen, sobre tu estancia en el país, sobre tu itinerario y sobre todo cuanto sea menester.  Todo ello con gran educación y simpatía y bien de reverencias, supongo que por aquello de alcanzar un ambiente familiar más conseguido. Dejamos el Rickshaw Inn caminando de espaldas y doblando el lomo y repitiendo sayonara —que se dice sayonalrda, así como si tuvieras la lengua tonta— una y otra vez. Y cuando cerramos la puerta corredera de papel de arroz y creímos estar a punto del latigazo lumbálgico sentimos unas cosquillitas en la nariz... ¡Nieve! Nieva copiosamente.

Con que íbamos a pillar la sakura, ¿eh?

Tras comprar el desayuno en el 7eleven vamos caminando bajo la nieve a la estación y nos despedimos de Takayama con un par de fotografías navideñas. Tomamos el tren y vamos empezando con el calentamiento, porque tenemos que hacer transbordo en Nagoya en 8 minutos. Con los billetes en la boca salimos disparados en cuanto el tren para y preguntamos a un funcionario, que nos manda al andén 16. Raro, porque yo tenía apuntado el 15 y aquí va todo con exactitud absoluta. Menos mal que me dio por preguntarle a otro, que me confirma el 15. No creáis ni por un instante que existe un funcionario del Japan Rail que no se sabe los horarios y andenes, lo que no sabía el muy bribón era inglés. Sí, ellos son así, que te quieren decir fifteen y te dicen sixteen. El misterio de las conexiones neuronales es inescrutable.

Niña hasta el higo de Kyoto ya.

Una vez en Kyoto damos por casualidad con la oficina de información turística de la estación central y salimos de allí con un plano y una X que marca el hotel. Nos han dicho que serán unos 20 minutos caminando. Lo hacemos en 15 subiendo por la calle central, Karasuma-dori.

Así van las señoras de compras en Kyoto.




Toda la zona que rodea la estación es un horror. Calles y avenidas en cuadrícula sin ningún interés. Hay un templo enorme en Karasuma, pero según la Lonely Planet no parece muy interesante y pasamos de largo. El hotel Aranvert está en Karasuma con Gojo-dori. Es un hotel con todas las de la ley, de 13 plantas y camas con patas. El checkin es a las 14 horas, así que dejamos las maletas y nos vamos a comer justo enfrente para aprovechar la media horita que falta. Se trata de una de esos sitios de comida rápida con máquina. En una maquinita como de tabaco eliges lo que quieres comer, metes la pasta y te sale un ticket. Ese ticket se lo das a un camarero y te sientas en la barra o en una mesa a esperar la comida. Es como un McDonnald’s pero en japo, y la comida está bastante más buena y barata (390¥ por plato). Tienen unos cuscurros de pollo rebozados exquisitos y grasientos, un udón con tofu frito riquísimo y el arroz con pollo más sabroso ever. Desde ya os digo que no hay en el mundo otro pueblo que haya alcanzado tal excelencia en la fabricación del avecrem. Para beber, como siempre, agua con hielo o té verde. Gratis.


¿Esta niña no va como muy puesta para jugar en el parque?

Volvimos a las 14:10 y una nueva recepcionista con unas pestañas postizas como patas de mosca y la dentadura como la firma de un loco —empiezo a pensar que las mascarillas son para ocultar los dientes— nos da la llave de la habitación tras hacernos esperar 10 minutitos más a que acabasen de limpiar la habitación. Nos han instalado en el piso 13, junto al onsen, ideal para ir a darse un baño en yukata cada noche y para gozarlo bien en caso de terremoto.

La habitación tiene un tamaño normal, baño normal con bañera normal, suelo enmoquetado y toma de red. No hay wifi. Lo diré claro y no lo repetiré más: si viajas a Japón y quieres estar comunicado procura llevar un dispositivo que tenga toma de red, porque en muchísimos sitios no tienen wifi. Te cobran como si tuvieran pero no tienen.

Hemos programado la tarde en la zona de Arashimaya, que está, oh sorpresa, cuajadita de templos. Volvemos a la estación, pero esta vez por las callecitas estrechas paralelas a Karasuma. Son todo casitas o edificios residenciales de dos plantas con algunos negocios familiares. Mucho más agradable que la principal. Pillamos la JR Sagano linee hasta Saga Arashimaya Sta. y desde ahí hay un paseíto por una calle cuajadita de, oh sorpresa, tiendas de dulces hasta el templo Tenryuji. Esta calle es bastante agradable, y funciona como sala de despresurización gradual desde el ambiente urbano de la estación al ambiente bucólico y campestre donde se encuentran los templos.

Anjalicos...

Antes de entrar en el Tenryuji (Templo del Dragón Celestial) encontramos un cerezo en flor y una familia enloquecida haciéndose fotos con él. Hay dos opciones, entrar al templo y al jardín o sólo al jardín. Para entrar al templo hay que quitarse los zapatos, dejarlos en un casillero y ponerse unas chanclas azules muy pequeñas, lo que te permite deambular por toda la pasarela de madera pegando chancletazos. En el techo de una de las salas está pintado el dragón celestial de marras que es el emblema de la casa y una especie de retrato la mar de moderno y cómic style de un tal Muso Soseki con cara de muy mal humor. Creo que fue el primer abad o dirigente del templo. Después recuperas tus zapatos y te das un paseo por el jardín, que es delicioso y termina en un bosque de bambú que te conduce a un camino entre residencias personales también cuajadito de templos, cementerios y la casa de unfamoso actor llamado Denjirō Ōkōchi. No entramos, porque vale 10 euros, aunque la entrada incluye té con tarta.


Aquí en Japón te puedes vestir de gitana sin esperar que venga la feria.

Aquí en el Tenryuji viendo al Dragón Celestial.


El dragón celestial.

El jardín del Tenryuji tiene de todo.

Y resulta muy inspirador para cualquier alma hambrienta.

¿Qué rima con capullo?

El bosque de Bambú, que parece de mentira.


El paseo de un templo al siguiente se hace por unos caminitos transitables por coches pero completamente silenciosos rodeados de residencias unifamiliares. De vez en cuando te topas con un negocio para turistas. Compré unos abanicos artesanos hechos a mano y seguimos el paseo más allá del bosque de bambú —que parece de plástico—, donde unos adolescentes me dijeron algo y se rieron. Andrés dijo, «te acaban de insultar».

Templo Hokyoin. Creo.

El mismo Hokyoin.

Después de perdernos entre las casitas y vérnoslas de nuevo con la indescifrable señalización japonesa conseguimos llegar a la estación no gracias a las indicaciones de un pobre hombre que se empeñaba en hablarnos y hablarnos en japonés sino a la mismísima providencia que nos puso delante a una mozuela que hablaba un poquito de inglés antes de que tomásemos el camino contrario al que lleva a la estación. Pero miren ustedes por donde, el mundo es un lugar seguro y siempre menos el día que perdimos el JRP pasa lo que tiene que pasar para que todo vaya bien.


Para que veáis qué bonitos son los uniformes escolares y qué grandones son los kyotokas.

Estos pañitos plastificados los ponen por todas partes.
De vuelta en la central station de Kyoto, que es una cosa arquitectónicamente reseñable pero ya reseñaré otro día emprendemos el camino del centro a pie. De nuevo por la zona que rodea a la estación en la que el viento corre por las avenidas y nada más nos descorazonamos un poco, pero al llegar a la zona más alta (Shijo-dori) cerca del río, la cosa es otro cantar.

La rivera del río Takase-gawa (un pequeño canal que transcurre medio en paralelo con el río de verdad, el Kamo-gawa) empieza a sofisticarse a medida que se aleja hacia el norte, y aparecen una serie de locales modernos perfectamente integrados en las casuchas y el canal transitados por gente guapa. Guapa y japonesa. Por mujeres ubersexis  de melena perfecta y rasgos puros y hombres altos y fornidos envueltos en ropas viriles, modernas y elegantes. Asíaticos de esos que salen en la tele pero no se ven por las calles. Ni siquiera en las calles de Tokio, donde los hombres son más esbeltos y sobre todo más horteras. Tokio es un poco cani, y creo que he conseguido identificar el cani japonés en este lugar en el que no sabe uno prejuzgar a nadie por falta de referencias.

La calle Ponto-Cho es un túnel del tiempo estrechito estrechito lleno de restaurantes de todo pelaje y alguna tienda de artesanía por el que fluyen los turistas todos en la misma dirección hasta desembocar en Sanjo-dori, donde ya la sospecha se hace oficial: la gente en Kyoto es classy classy.

Extremo sur de Ponto-cho.



Estampas de Ponto-Cho en sus adentros.



Todo lo que tienen de elegantes los hijos de un rezno lo tienen de temerarios con la bici. Te adelantan por todos lados y te vuelven loco, se te acercan como esos que les ponen las banderillas a los toros y se hace uno cruces al pensar la cantidad de accidentes de bicicleta que debe haber en la ciudad. Esto parece una película de Truffaut, llena de gente de buen gusto que te atropella con la bici y nace una historia de amor antuanduaneliana.

Decidimos comer en un sushi giratorio que recomienda la Lonely. Se llama Mushashi Sushi (Sanjo con Kawaramachi) y todas las piezas son a 137¥. Tiene dos plantas y es un sitio de guerrilla, pero ah, amigos, estaba yo saboreando mi sopa de gambas y pensando en cuántas piezas de sushi caben en mi cuerpo serrano cuando de repente por la cinta transportadora para un platito precedido por una banderilla en la que pone Fugu. Me abalancé sobre él como zorro sobre gallina y engullí el ansiado pez globo, que se parece un poco así al mero. Y ya veis, aquí estoy tan vivo como antes. Creo que nos apretamos un surtido de diez platos cada uno y huimos satisfechos a dar un paseíllo callejeando hasta el hotel palmeándonos la panza y tachando de la lista de cosas que uno debe hacer antes de morir la línea en la que pone: comer pez globo.

Todos esos platos los vacié yo.


Y bueno, hechos trizas paseamos, nos tomamos un crepe, surcamos calles llenas de tiendas de ropa mona y cafeterías y juventud sobre ruedas, nos topamos con el albergue YMCA de Kyoto y tratamos de evitar las grandes avenidas, que son ruidosas y aburridas de noche.

No parole.
El cansancio estaba haciendo estragos y sufrimos un momento de crisis. Bajando una calle paralela a la avenida longitudinal que nos acercaba al hotel, nos asomamos en busca del tráfico y las luces de la avenida y sólo encontramos oscuridad. Entonces cayó sobre nosotros todo el inmenso plano de Kyoto en vertiginosa avalancha y creímos morir pensando que nos faltaba aún la mitad del camino por recorrer. Pero no, se trataba sólo de un efecto debido a esas cosas tan raras que hacen aquí de respetar los semáforos. La avenida estaba ahí, delante de nuestras narices, y llegamos al hotel en un santiamén.
Por supuesto, me dispuse a robar las bolsitas de té en represalia por no tener wifi y me vestí de yukata y chanclas para personarme en el ondeen, que en este hotel se encuentra en la planta 13 y tiene unos ventanales a través de los que puedes ver todo Kyoto metido en la bañera. Esto naturalmente es mentira, porque los ventanales se empañan y no se ve una puñetera mierda, pero el placer de ponerse en infusión en un onsen en un estado de cansancio extremo es un lujo al que no estoy dispuesto a renunciar cada vez que visito Japón.

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