viernes, 27 de mayo de 2011

4/5/2011 – New York, día 5.

Mañana. Guggenheim y MET.


Hoy toca arte para amortizar el NYCPass como es debido. Desenfundamos las gafas de pasta y el paraguas y tomamos el bus que baja atravesando Harlem y la 5th Ave. Nada de metro. Os he dejado estupefactos con este quiebro, ¿eh?
Lo del autobús sale regular, porque hoy llueve, los cristales están empañados y no vemos ni Central Park ni pollas en vinagre. Una señora mayor, hispana para más señas, va dándole la turra en español a un viejo sobre la Parusía y el mensaje de Cristo con tintes apocalípticos y extraterrestres.
—¡Pero cómo no va a apagarse el sol! El sol no va a durar por siempre, miho.

Nos da un par de folletos, uno en inglés y otro en español y sigue martirizando al pobre señor, al que parece que el sol no preocupa demasiado esta mañana.



Primera parada: Guggenheim. Y ojo, que es importante seguir este orden. Si empieza usted por el MET o el MOMA, luego el Guggenheim le parecerá mierda caliente, así que haga caso y avance a tajo y por parejo de arriba abajo.
El edificio, sito en 5th Ave con la 88th St. y obra de Frank Lloyd Wright, sorprende por pequeñito. Uno se imaginaba esta enorme cinta blanca enrollada mucho más grande. No hay cola para entrar, pero sí en el guardarropa. Sepa usted que no podrá entrar con paraguas ni mochilas grandes y tendrá que hacer esta cola. Las fotos no están permitidas más que a la altura del suelo, pero puede usted llevar la cámara consigo.
Una vez dentro nos espera otra sorpresa, parece mucho más grande que visto desde fuera. Recorrer la rampa que sube en forma de muelle desplegando la exposición es magnífico y me hace recuerdo a mí mismo a Promethea y Promethea recorriendo la banda de Möbius.
Nos habían dicho que lo mejor era el edificio y que la exposición era discretita, pero coño, menudo catálogo. Van Gogh, Picassos, Gris, Mondrian, Modigliani, Bauer, Kandinsky, Mondrian, Chagall, Kokoschka, …

Chúpate ésa, Matthew Barney.

Yo que soy un poco borrico para la pintura y con la ayuda del dolor de espalda, que ya está de nuevo conmigo cuando he subido aproximadamente la mitad de la rampa, tengo que ver los cuadros en lotes pequeños porque si no me atoro y a partir del cuadro número setenta y cinco ya no distingo un Picasso de un Humberto Janeiro, de manera que sí, que me toca más el edificio y el paseo por su interior que la exposición en general.
Otra curiosidad, desde arriba mira uno hacia abajo y parece más grande todavía que desde la parte baja, y qué preciosidad ver la espiral blanca recorrida por las hormiguitas que suben y bajan y pululan por el fondo del pozo. Ahhhh, qué adelantos arquitectónicos…
Por supuesto me llevan los demonios si veo a Andrés asomarse demasiado, ya saben que sufro vértigo ajeno, y como además ya estoy jorobado con el dolor de espalda deshacemos camino y volvemos a bajar la espiral, hacemos cola para recoger el paraguas y seguimos camino, esta vez andando por la 5th Ave. En busca de la Neue Gallery.
Neue Gallery.
La Neue Gallery (86th St con 5th Ave) está cerrada, así que visitamos la tienda aconsejados por el elegantísimo y educadísimo negro que trabaja como… ¿cómo coño se llama este oficio de estar en la puerta vestido como un príncipe para informar y atender a los visitantes? En un hotel son los botones, pero en una galería no tengo ni idea. La tienda es preciosa y carísima, y la cafetería lo es aún más, con un ambiente encantador de viejos ricos desayunando como si esto fuera la residencia de primavera de Sissy Emperatriz. Muy cateto me voy yo esta mañana para desayunar aquí, así que pasamos a la 4th Ave y nos apretamos unos bagels con queso y salmón en el primer diner que encontramos.
Y en éstas llegamos a la escalinata del Metropolitan Musseum y parece que estamos viendo a Angie Dickinson, la pobre, bajar la escalera, meterse en un taxi y correrse en cuanto un extraño le bajan las bragas.

Si un desconocido te sigue en el MET no seas tonta y aprovecha.
Volvemos a dejar la mochila en consigna, esta vez la cola es mucho más rapidita y organizada gracias a esos monstruos consigna de alambres giratorios y a un considerable aumento en el espacio y el número de personas dedicados a la tarea. Nos ponen la chapita con el logo del MET y empezamos por la escultura antigua y clásica. En este terreno no resulta tan impresionante como el Pérgamo de Berlin, pero claro, aquí esto es sólo el principio. Para empezar, yo no sabía de la existencia del arte de Oceanía, ni que las lanzas, tótems y canoas resultasen tan resultonas bien colocaditas. Arte medieval, arte español, arte asiático, arte egipcio, ¡coño!, un templo, arte para echar a los marranos. Yo me voy arrastrando entre cada estancia de este laberinto sin fin, tomando asiento cada dos por tres en los bancos que colocan para que los estudiosos se deleiten mirando las obras. Yo también me deleito a la par que alivio mi dolor.
Tras toparnos con un Dalí subimos a la planta alta a ver la pintura. Ay amigos, si no llega a ser por esta calamidad de la espalda me da el síndrome de Stendhal. Yo sigo como la Dickinson, ahora me siento, ahora me hago la interesante mirando este cuadro de unos zapatos, mientras Andrés revolotea como loco entre tanto impresionismo. Aquí no les voy a decir lo que hay porque sencillamente lo tienen TODO.

Esto es cuando se me cayó un guante mientras descansaba la espalda.

¿Sabía usted que existe el arte de Oceanía?
Pues me sienta estupendamente.
¿Y sabía usted que las armaduras medievales son arte?

Si yo tuviera la habilidad de dormir así...
¡Toledo!
Un imitador de Dalí.
Antes de inventarse el Gaydar ya se hacía
este tipo de retrato.
Aquí con Felipe IV.

También tengo que hacer mención a la calidad de los asistentes. Curiosamente, las mujeres se ajustan a ese estereotipo de señorita bella, culta, resuelta y adinerada mientras que los hombres son más del tipo turista en chándal. Aunque en general, sí, no les había dicho nada hasta ahora, pero aquí están más buenos que en Madrid, para que nos vamos a engañar. Y eso sin contar a los negros, que sería ya abusar.

Tarde. Moma y 5th Ave.

Nos han recomendado la Fritz Collection, en una mansión en la 5th Ave con la 70th St., que contiene un Bronzino, un Ingres, un Greco, tres Vermeers y algunas maravillas más, pero hoy no podrá ser porque si no nos cierran el MOMA —sepa posible visitante que en esta ciudad los museos cierran tempranísimo y luego se queda usted en la calle con toda la tarde por delante para tomar frapuccinos—. Así que trincamos un bus y bajamos la Quinta hasta la niña bonita de los museos de arte de la city.
El MOMA (53th St entre la 5th y la 6th Ave) es el despiporre, por la maravilla de edificio y por el hueco en el que se haya encajado. Da gustirrinín pasear y asomarse a sus ventanales y mirar hacia adentro y hacia afuera. Y luego está el inesperado deleite y emoción que nos provocan los warhols, los bacons, pollocks, hoppers, el video del señor empujando un bloque de hielo por Méjico, la inmensa persistenciiiiiiiiita de la memoria, los carteles y todas esas cosillas que uno tiende a considerar pamplinas modernas. Pues ya ven, es ver una sopa Campbell y se le reblandecen a uno las rodillas, se descubre uno vulnerable e indefenso como los vampiros chochi de True Blood con la plata. Le pese a quien le pese, somos hijos del pop.
¡Y venga! ¡Más matisses, chagalles, vangoghes, grises, mondrianis, …! Supongo que la respuesta es la pasta, pero me gustaría saber por qué todo el arte del mundo ha acabado en Nueva York. Las guitarras de Picasso, los carteles rusos… Este lugar es para volver una vez al mes durante todo el año. El ambiente aquí ya es otra cosa, mucho más joven y estudiado, menos turístico, más tiobuenórrico aunque las tías siguen ganando por goleada.



 





Y please, exit thorugh the gift shop, llenita de artículos preciosos y chucherías de diseño carísimas y apetitosas. Procurando mirar lo mínimo posible y jodido a tope de la espalda por este via crucis del arte sin descanso, volvemos a la 5th Ave y caminamos embelesados hasta la 59th St, donde estamos citados con María Antonia para ver la FAO y la tienda Apple.
Empecemos por el Apple Store. Descendemos la escalera bajo el cubo de cristal y una formación en línea recta de amabilísimos empleados nos recibe e informa: ipad2 out of stock every day. Si quieres asegurarte uno tienes que venir a hacer cola a las 3 o las 4 de la mañana, así que nos damos media vuelta y vamos a la FAO.
En la FAO ya no aguanto más y me voy al servicio a comerme un ibuprofeno. Es hora de hablar de los servicios públicos en Nueva York. Igual ya lo he hecho y no me acuerdo, pero acabo antes contándolo otra vez que mirando los relatos anteriores. Damas y caballeros, los baños están limpios, siempre hay papel, el dispensador de jabón está lleno y no derrama y el secador de manos funciona como todo en este lugar y te deja sequito en tres milésimas de segundo —si bien es posible que le disloque una muñeca con la fuerza del viento que despide—. Podemos continuar. Me repongo un poco de la espalda y echamos un vistazo a la tienda. Desde luego no andan muy surtidos de Barbies, pero tienen un futbolín. ¡Un futbolín de Barbies! Y una máquina que te hace una Barbie a medida como tú la configures en una pantallita táctil. También tienen el piano de Big, al que uno puede subirse descalzo y tocar la quinta de Mahler, pero no tengo yo la espalda para dar saltitos. Lo que más me engatusa, fíjense ustedes es el surtido de uniformes de Hogwarts. Tienen las bufandas, gorros, guantes y corbatas de todas y cada una de las casas de Hogwarts. Y a mí Harry Potter me importa un comino, pero son tan monos… Al final resisto y no me compro la corbata de Slytherin.




Salimos a la calle en busca de un lugar donde merendar. Dicen que el centro comercial japonés Takashima en la 5th Ave. es una maravilla digna de visitar, pero cuando llegamos lo han sustituido por una tienda Diesel. Abatidos nos rendimos al Starbucks y me tomo el primer frapuccino de mi vida. Impresión: fácilmente puede sustituir una comida.

Uno de cada dos establecimientos de New York es un Starbucks.


Noche. Top of the Rocks, cena frugal y reptar hasta casa.



Subimos a la cima del Rockefeller Center. La experiencia es muy similar a la del Empire. Digamos que en cuanto a subida y edificio mola mucho más el Empire, pero las vistas son más molonas desde aquí, se ve Central Park y el propio Empire State. A pesar de lo hortera que es todo el interior del Rockefeller, tiene la ventaja de que te puedes sentar en el interior y admirar las vistas sin pasar frío ni dar muchas vueltas, lo cual me viene bien durante un rato para aliviar mi espalda.

Desde el Rockefeller Center.
Cara sur del Rockefeller.
Top of the Rocks!

Aquí se puede subir a pie una planta más para librarse del gentío y ver desde más arriba aún, pero el cansancio nos puede bastante y una vez nos asomamos a las cuatro caras del mundo volvemos abajo con la intención de cenar ligeramente y encamarnos.
Intentamos cenar un zumo de fruta en un chiringuito callejero, pero mientras el pobre muchacho prepara el primero la batidora empieza a echar humo. El dependiente intenta desmontarla y arreglarla, pero entonces pierde el suministro eléctrico del carrito. Tras cinco minutos esperando nos comunica al borde del llanto que no podrá atendernos. Con nuestras ilusiones destrozadas decidimos repetir la cena de anoche.

El chiringuito que acabó en llamas y llantos.
Otra vez en el deli del Columbus Circle. Estamos exhaustos y apenas podemos arrastrarnos hasta el metro para volver a Washington Heights.
Empiezo a estar agobiado por el dolor de espalda. Nunca me había pasado esto y temo que me pase todo el viaje como Ángel Cristo. Tal vez si mañana bajamos un poco el ritmo...

jueves, 26 de mayo de 2011

3/5/2011 - New York, día 4.




Mañana. Ellis Island, Liberty Island y Bodies.

No sé si será el myolastán, pero me levanto como Escarlata. Hoy desayunamos en casa, tanta grasa, huevo y azúcar nos han saturado.
Decidimos activar el New York Pass de 3 días que hemos pillado. El New York Pass es un abono por días válido prácticamente para toda atracción turística de la ciudad. Tenemos que concentrar en tres días todas las visitas que requieran pago de entrada que queramos hacer. Añade estrés pero se ahorra. www.newyorkpass.com

Llegó el momento de visitar la estatua. Lo suyo habría sido llegar a Nueva York en barco y que lo primero que uno viera de la city fuese la Estatua de la Libertad, pasando luego la cuarentena en Ellis Island como Dios manda —ahí fue donde rebautizaron a Vitto Andolini como Vitto Corleone, así que poca broma—. El NYCPass incluye el ferry a las islas de Liberty y Ellis y la entrada al Museo de la Inmigración en esta última. Lo de subir a la estatua es imposible, hay que reservar entradas con un año de antelación. Habrá que conformarse con deambular a su alrededor.

La socorrida estación de Fulton St.
 Otra vez metro hasta Fulton St.—¿cuántas horas de metro llevamos ya? Recuérdenme que les cuente a qué dedicamos estos tiempos de traslado subterráneo— y paseíllo hasta Battery Park. El paseo por Lower Manhattan me impresiona más que la primera vez, hoy es día laborable y el bullir de las calles es espectacular gracias al tráfico y las obras. Una de cada cinco manzanas está en obras y eso cambia radicalmente el paisaje con tanto obrero y tanto superandamio. Cuando llego a Battery Park ya me duele la espalda otra vez. Empiezo a temer que esta cruz se prolongue durante todo el viaje.
Recogemos las entradas y nos colocamos en la cola para subir al ferry. Invertimos unos 15 minutos en la cola siguiendo la línea del muelle, viendo la Estatua a lo lejos y alguna ardilla alrededor. Tras un control de seguridad que ríete del del aeropuerto, subimos al barco y nos colocamos en la cubierta superior, sentaditos en bancos corridos con muchas más personas.
Entre el dolor de espalda y la anticipation en la cola
para el ferry.


Cuando el barco arranca, el cogollo sur de Manhattan comienza a alejarse a gran velocidad y da lugar a una vista preciosa: tercio superior con gaviotas, tercio central con rascacielos y tercio inferior con la estela del barco en el agua. En ese momento todo el mundo se levanta a hacer fotos y a joderme vivo porque me tengo que levantar yo también si quiero ver algo y entonces me vuelve el dolor de espalda.
Contri más se aleja la city más se arrima la Estatua, y contri más cerca está la jodía más bonita es. Con qué gracejo  retrasa la patita derecha y agarra la libreta con el brazo izquierdo. El ferry rodea la isla por la izquierda y atraca en el muelle, que queda oculto por la propia isla a los ojos de la ciudad. En el muelle ya hay esperando una multitud para embarcar cuando nosotros desalojemos y continuar trayecto a Ellis Island —que se dice ailand, no aisland.

Sí, el viaje en barco también es emocionante.

Bajamos, paseamos por la isla, contemplamos la estatua, descansamos por mi dolor  de espalda, miramos el skyline de la city —Tony Soprano siempre se refiere a Manhattan como the city—, hacemos el viaje en el tiempo mental a la Manhattan de unas fotos antiguas y volvemos al muelle a esperar el ferry. Allí hacemos cola entre una excusión de hindúes entre los que se encuentra el hombre con más pelos en las orejas del mundo —no tengo foto de eso, pero creedme, no queréis ver esa foto.
Dolor de espalda en Liberty Island.
La estatua, una mierda de gaviota y yo.
La niña de la puebla en Liberty Island.
Esto miraban los pobrecitos inmigrantes en cuarentena.


Aquí nos encontramos con Harmony Kendall, pero no
nos atrevimos a pedirle una foto.




Conforme te aproximas a Ellis Island el edificio rojo que alberga el Museo de la Inmigración se va apoderando de la atención general. Tiene uno que ponerse en situación, ya saben que durante mucho tiempo no hubo inmigrante —pobre, los ricos se saltaban este trámite— que no tuviera que pasar aquí su buena cuarentena y superar una serie de exámenes médicos para que le permitieran desembarcar en el continente americano. Figúrense los dramas y tragedias, los terrores y temblores que debieron tener lugar en esta isla y cómo los fantasmas deben enrarecer el ambiente.

Foto robada de por ahí.
Aquí se procesaba la mercancía.
Esta foto también es robada.
Lo primero que uno ve al entrar en la nave principal del edificio es una gran pila de baúles y maletas antiguos pertenecientes a los intrépidos que llegaron a América en busca de una vida mejor. Todo ello coronado por algunas fotos de los citados infelices haciendo cola para entrar a este mismo lugar años ha. Si no se te pone la carne de gallina es que estás muerto por dentro.
El paseo por el edificio merece la pena por el propio edificio y por las diferentes exposiciones, con fotografías, historias y pertenencias acerca de los inquilinos y su vida posterior en el país. Otra parte —que haría las delicias de Jaume Balagueró —está dedicada al propio edificio, que fue destruido por un incendio y reconstruido después, así como al funcionamiento de la cadena de clasificación, mantenimiento y devolución de inmigrantes y  aquéllos funcionarios que la llevaban a cabo.
Decidimos asistir a la proyección de un documental sobre la historia de la isla. El presentador es un americano de raza asiática —tal vez japo— encantador. Va vestido con el uniforme de los funcionarios de los parques naturales americanos —son los que se ocupan de Liberty y Ellis— que parece el traje de campaña de un scout cruzado con el de guardia forestasl. Si alguna vez van a este lugar pregunten por él, que es una cosa monísima sacada tal cual de un tebeo de Naoki Urasawa y dan ganas de achucharlo y llevárselo a casa. Él nos cuenta que unos 100 millones de americanos tienen antepasados que pasaron por Ellis Island, que los Estado Unidos son el país de la inmigración, que estamos en la ciudad de los extranjeros. Incluso ahora me emociono recordándolo. Qué cosas, yo que vi La Lista de Schindler sin inmutarme. Nunca más volveré a burlarme de los ecuatorianos.
Ver cómo marcan con tiza en la solapa a los pobres desgraciados conforme desembarcan es bastante conmovedor. Algunos eran rechazados y marcados con una X con un simple examen ocular. Cuando les comunicaban que tenían que volver a su país, que no eran aptos para pisar América, algunos se tiraban al agua y echaban a nadar hacia Manhattan.


Entró Andrés Gil y salió Andrés Blanes.

Por el amor de Dioooos, no se vuelva usted a reír de los rumanos.

Ni tampoco de los ecuatorianitos.

Bien, pues salimos a tiempo para subir al ferry que está a punto de zarpar de vuelta a Battery Park. De nuevo en Manhattan caminamos hasta South Street Seaport (en Fulton & South Streets, Pier 17), una zona comercial a orillas del East River de aspecto pijonáutico, para ver la exposición Bodies. Ya saben, esa exposición de cadáveres y órganos plastificados mediante la receta de Gunther von Hagens.

Tarde. Bodies y bicicleta por la orilla del Hudson.

Aquí no nos dejan hacer fotos, pero, por Crom, de la impresión se me olvida hasta el dolor de espalda. No saben cómo mola esto de la plastination, y qué aspecto tan de fiambre adquiere cada nervio, tendón y tumor. Los cuerpos tienen todos facciones chinas y son de tamaño chino, así que me figuro de dónde salieron los donantes. Creo que el señor Von Hagens tiene una lista de donantes vivos y voluntarios bastante numerosa.
Lo más impresionante son los tumores con pelo y dientes en su interior, los diversos órganos con cáncer y el cadáver completo cortado en lonchas longitudinales y transversales. Lo más asquerosito tan vez sean los fetos en salmuera. ¡Y al final te dejan tocar algunas piezas!

Gunther von Hagens con sus colegas plastinados.

Ahora que les cuento esto me acabo de acordar de que antes de ver la expo paramos a comer en un sitio cualquiera —no recuerdo si en John o Platt St. con William St.— de comida rápida y nos apretamos un sandwhich de pastrami con patatas y bebida azucarada. ¿Les he dicho ya que este país es el galore de las bebidas azucaradas? El sándwich está buenísimo, pero les doy un consejo: cuando estén en Nueva York, pidan un solo sándwich para dos. Les sobrará.

Ese día había otro partido del siglo.
Superfan de Lower Manhattan.

Y otra vez paseo mi dolor de espalda hasta Battery Park para alquilar una bicileta —también lo incluye el NYCPass— y pedalear por la orilla del Hudson hasta el pier 83, que cae más o menos a la altura del Empire State, que es nuestro siguiente objetivo.
El paseo en bicicleta es obligatorio. Así os lo digo. Sentir la brisilla fluvial en la cara mientras uno contempla New Jersey —woke up this morning and get yourself a gun— a un lado y el cristal y acero de Manhattan al otro es algo que usted no debe perderse. El caso es que un poco más adelante, el paisaje cede un poco de espacio a los parques y el césped y la gente ociosa pasándolo bien y uno inspira profundamente y se imagina que vive allí y se compra una bici para repetir la experiencia cada tarde mientras dure la primavera. Más arriba los piers —muelles— comienzan a levantar edificaciones y a ocultar la vista de New Jersey. Estas construcciones consisten básicamente en grandes centros de ocio con enormes parkings (gimnasios, boleras, centros comerciales), algún club náutico y hasta un helipuerto. Las vistas de los distintos barrios de Manhattan conforme uno sube calles es más bonita que un cochinillo asado y por fin llegamos al lugar donde hay que entregar la bici, pier 84, calle 43.

Pedaleando a orillas del Hudson.
Y recuerden...

En todo el paseo en bici no me ha dolido la espalda. Si por mí fuera no me vuelvo a bajar de la bici en todo el viaje, pero con mucha pena me despido de ella con la manita y con la misma paro un taxi que nos lleve al Empire State Building (34th St. con la 5th Ave). Creo recordar que por unos 13 dólares el taxista nos deja en 10 minutos en la misma puerta del lugar y delante de los morros de María Antonia, con la que habíamos quedado exactamente aquí.

Noche. Empire State Building y Columbus Circle.

Cruzamos el doradísimo hall del lugar y subimos unas escaleras hasta el lugar donde se guarda cola para subir a la azotea. Es temprano, pero decidimos subir ya, porque luego habrá una cola que llegará hasta la calle. Para aprovechar el NYCPass y hacer tiempo entramos al Skyride, película en movimiento —la butaca se mueve sincronizada con la peli— que permite sobrevolar la ciudad durante 15 minutos y que no les recomiendo a no ser que vayan con tiempo y la tengan pagada en el NYCPass o alguno de los demás abonos.

En el metro leemos Wicked y escuchamos
a los artistas callejeros.


Tras la película ascendemos al piso 86 en unos ascensores que alcanzan la velocidad de la luz. Llegamos a la cima aún de día y vamos dando vueltas por las cuatro caras de la torre —unas barridas por el fuerte viento y otras no— hasta que anochece. Aquí te cansas de hacer fotos inútiles porque ninguna sale tan bien como una postal, así que al final te quedas con las dos en las que sales tú luciendo barba y/o papada. En cualquier caso, la vista es asombrosa y cuando anochece se vuelve más asombrosa aún. Reconocemos lugares y los comentamos —qué feliz hace al turista reconocer los lugares y comentarlo, tanto como esas pelis que permiten al espectador observador adelantarse a los acontecimientos— hasta que el viento nos deja la cabeza loca y descendemos a la Quinta Avenida, que hierve de tráfico, luces y turisteo.

Cara sur del Empire.
Cara este del Empire.
Cogollo sur al fondo.
Cara norte del Empire.
Malvada Cara del Oeste del Empire.
Cara Este by night.

Ha llegado la hora de cenar, pero el cuerpo dice que la grasa y el azúcar te lo vas a meter por el culo, así que María Antonia nos lleva a un supermercado que hay en Columbus Circle (59th St. con Broadway), en el sótano del centro comercial, donde venden fruta cortada y pelada, platos preparados variados, sopas, sandwhiches  y zumitos y donde tienen mesas para sentarse a comérselas. La sola mención de la fruta variada pelada y cortada nos hace salivar como el perro de Pablo.

Shopping at Columbus Circle.
Tras mucho dudar y recorrer pasillos opto por una sopa de maíz y pollo mejicana y un vaso de fruta surtida. Calmo mi hambre y mi espalda y volvemos al metro para llegar a casa y meterse en la cama al instante. Esta ciudad es agotadora.