viernes, 20 de mayo de 2011

2/5/2011 - New York, día 3.

Mañana. Times Sq, Flatiron & Union Sq.

Amanece un nuevo día en Washington Heights, donde la rutina diaria es, como en la mili, sencilla y clara: desayuno español, videoconferencia y mopa.
Skype nos trae desde España las nuevas sobre el asunto Osama. No hay cadáver; el rito musulmán dice que el funeral ha de celebrarse antes de 24 horas y han tirado el cuerpo al mar como si fuera una cáscara de sandía para evitar marrones y santuarios.
La mopa recoge una cantidad moderada tirando a baja de pelusa.
María Antonia trabaja, de manera que ha llegado la hora de poner a prueba nuestra capacidad para desenvolvernos solos en la gran ciudad. Tomamos la decisión de ir a Times Sq. a ver el ambientillo tras el scoop.
¿Era necesario resolver esto precisamente ahora?


Paraguas en mano bajamos en la 42st., compramos un sombrero de paja y nos plantamos en el ojo del huracán. Como si tal cosa. El ambiente es de normalidad absoluta y de turismo mañanero a excepción de los letreros electrónicos que resumen la noticia: Osama Bin Laden killed in Pakistan. Nos retratamos por aquello del yo estuve allí y nos olvidamos del asunto para emocionarnos de nuevo con el escenario.
Hulk en la 40th st.
El plan es coger Broadway pabajo y que sea lo que Dios quiera, pero primero echamos un vistazo en Midtown Comics, una tienda que nos encontramos por casualidad en la 40th St. con Fashion (7th) Ave. Nada que no encuentre uno fácilmente en Madrid con un poquito más de merchandising y un bastante más de álbum de grapa. Desde luego ésta no es LA TIENDA de cómic en Nueva York.
Desayuno en Skylight Diner (34th St. con la 9th Ave), un esplendoroso diner con taburetes giratorios calvados a la barra y un spectacular batido de chocolate que merece la pena visitar. El diner más diner de todo el viaje —pero recuérdenme que les hable del auténtico diner de Williamsburg que pillamos cerrado—. Mientras desayunamos como los hijos del hierro miramos a Obama en la tele darle vueltas al affaire Osama.

El magnífico Skylight Diner.
Esto es un desayuno.
Esto es una barra.
Vuelta a Broadway, donde descubrimos el tramo afro. Un Broadway negro santuario de los abalorios. En las aceras hay negras con el pelo dorado, vestiduras de colores básicos y de nuevo dan ganas de sentarse en un tranco y dejar el día pasar. Las tiendas son como las de los chinos de Lavapiés, pero más monográficas. Una tienda de caenas y meallas dorás por aquí (Un Shangry-Lah de cascadas de oro por las paredes), otra de lazos y moñas por allá, de fundas sexys para el móvil… el extrarradio instalado en el corazón del mundo. Dios es negra.
Moño dorao, poncho, saco al hombro y carrito de lunares.
Volved por otra.
Las negras son las reinas de las pelucas y los colores
básicos.
La cabeza de china gigante y yo.

Antes de dejar atrás el mundo afro ya vislumbramos el Flatiron (Broadway, 5th Ave y 23th St.) y corremos hacia él, pero un enorme holograma blanco con forma de cabeza de china gigante llama nuestra atención frenándonos en seco y desviándonos de nuestra trayectoria hacia el Madison Square Park. Nos arrimamos boquiabiertos, ojipláticos y aterrorizados como la niña de Fátima o los simios de 2001. Resulta que es una escultura, no sabemos cómo se las han maravillado para darle ese aspecto tan irreal y cuartadimensiónico, pero aprovechamos para echar unas fotos y descansar un rato porque ya tengo la espalda como Ángel Cristo otra vez.

Hay un parquecito cerrado para meter a los perros dentro. No he visto muchos por la ciudad, pero resulta —y aquí interrumpo la acción para desarrollar este fascinante fenómeno derivado de la absurda costumbre de vivir con perros— que no hay mierda de perro por ninguna parte. Me pregunto cómo lo hacen para librarse de esta maldición española de tener las calles llenas de mierda mágica que aparece por todas partes a pesar de que todo el mundo recoge las deposiciones de su bicho —y aprovecho para decirles que el orín también huele y mancha.
Ah, sí. el Flatiron.
Con toda esta distracción no le hacemos ni puto caso al Flatiron, pero no se preocupen, porque el destino guiará nuestros pasos hacia aquí más tarde.
Ahora continuamos bajando y hacemos un pequeño desvío para ver Gramercy Park en un barrio de lo más coqueto, repletito de gentes sartorialist y edificios que recuerdan a La edad de la Inocencia y toldos de esos con patas en las puertas de los edificios grandes.
Y así, como dos zarrapastrosos llegamos a Union Square, donde nos camuflamos sin problema. Es el único lugar de la ciudad donde encontramos perroflautas. En cualquier caso, los perroflautas neoyorquinos no parecen tener ningún interés en interactuar con el transeúnte desconocido.
¡Coño, Barnes & Noble! No es la tienda más grande del mundo (que está en la 18th St. y la 5th Ave), pero nos da lo mismo. Mientras Andrés merodea por la sección de bandas sonoras como pantera enjaulada yo voy a curiosear por el resto de la tienda. Subo a la segunda planta, pues la primera parece un escaparate con poquito de cada cosa, y me encuentro con una fascinante y enorme sección de Teenage fiction. Qué grande es América. Vampiros —nacarados y mate—, dragones, y todo cuanto pueda interesar al lector en estado de excepción hormonal. El resto de la planta está ocupada por una sección enorme de literatura infantil y otra de juegos. Me decepciona un poco, la verdad, esto de que no haya más que best sellers y sección infantil, pero qué le vamos a hacer, será que he dado con la Barnes & Noble mala. Vuelvo a buscar a Andrés, que ha hecho acopio de ese absurdo objeto llamado CD Audio y nos vamos. Una vez fuera le comento mi decepción y cuando me giro observo en la fachada que me he dejado tres plantas más sin visitar. Ejem. Pueden ir ustedes tranquilos a la Barnes & Noble de Union Sq.
En la plaza vemos los primeros restos del asunto Osama: una pancartita. Nos compramos en New York Times a modo de recuerdo y nos sentamos un ratito a leerlo y descansar.


Pero, un momento. ¿Qué es eso que veo allí? ¿Aquella bandera roja? ¿No es Strand lo que pone? Los ojos se me salen de las órbitas. ¡La librería de segunda mano más grande del mundo! Corro. Me corro.
Pero de camino a la Strand se repite la historia, otro estímulo capta mi atención y me desvía de mi trayectoria. Forbidden Planet, otra tienda de cómic. Strand, no te muevas de donde estás, ahora vuelvo.
La Forbidden Planet (Broadway, entre la 12th y la 13th St.) es más molona que Downtown, más polvorienta y auténtica. Damos unas vueltecillas, echamos un vistazo a las ediciones americanas de Alan Moore y mira tú por dónde me compro un Dodgem Logic que tienen por ahí. Si le hinco el diente y no tengo demasiados problemas con el inglés igual me suscribo.
Alan Mur es lo más.


Ahora sí, vamos a la Strand (12th St con Broadway).


Strand es 18 millas de new, used and rare books. Un maravilloso lugar que ya empieza en la calle, donde colocan librerías poniendo al alcance de quien pasa por allí libros a 1$. Un cartel anuncia que en el interior y en la web puede usted consultar la lista de libros favoritos de John Waters. ¡Señal Divina! Vengo con la intención de comprarme Majareta, de John Waters, pues en español está descatalogado. Aquí se llama Crackpot, y no sé si entenderé una mierda, pero cuando alguien me lo prestó —¡Hola, Sara!— me pareció fascinante e inteligentísimo.
En la puerta de la Strand hay un ancianito primorosamente vestido con una gabardina color gabardina que arrastra un carrito lleno de libros usados. El pobre señor, que no puede con su pellejo viene hasta aquí para vender algunos de sus libros. Un empleado se acerca a echarle una mano. Me enternece comprobar que es posible pasar la senectud esperando el último de los días conservando la capacidad y la curiosidad por la lectura, y ello me llena de emoción y de esperanza. ¿No les dan ganas de acercarse al ancianito y darle un abrazo?
Pero volvamos a la Strand. Allí me doy unas cuantas vueltas, cumplo un sencillo encargo y me retiro mucho antes de lo que me gustaría porque la espalda me está matando y necesito sentarme. Sólo les diré que el sitio es para echar el día entero y volver a la semana siguiente. En un cartelito pone: “4th floor: rare books”. ¡4th floor! ¡Rare books!. Aquí en Madrid pone “4ª planta. Cuidado con el cruising en los lavabos”, lo que tampoco está nada mal, pero ahora estamos hablando de libros.
18 miles of books.


Tarde-noche. Union Sq y Greenwich Village.


Justo al lado había una señorita muy fina
comiendo como un cerdo.

Justo enfrente nos sentamos a tomar algo en un establecimiento de la cadena Le pain quotidien. No estamos para buscar mucho. Tienen una rica limonada y unos pastelitos suculentos. En la mesa de al lado se sienta una señorita joven, con aspecto de sofisticada estudiante de literatura que se pirra por los señores mayores e inteligentes, que viste impecablemente urbana y sofisticada sin mamarrachismos y que se pide una ensalada de aguacate con una pinta deliciosa. Antes de atacar la ensalada escribe en un cuaderno. Cuando termina de anotar sus cuitas y avatares se emplea con la comida y… ¡sorpresa! ¡come como un cerdo! Boca abierta, ruido atronador. ¡Ahhhh! Nueva York.
Un poco más abajo Andrés se compra unas converse bastante baratitas mientras yo me espanzurro en un asiento. Cuando descanso un rato me alivio de todo el dolor, y este alivio me dura un ratito después de levantarme. Pero queda mucho día por delante, así que seguimos camino. En una tienda de chucherías para turistas ya tienen a la venta camisetas conmemorativas de la muerte del villano, y un perroflauta pedigüeño luce un fotomontaje en el que un tiro adorna el entrecejo de Osama Hijo de Laden.
Se adelantaron a kukuxumussu.
Aquí los perroflautas no terminan de coger el concepto.
Españoles, no paguéis más de 40 euros por unas converse.

Atención, foto de la wikipedia.
Hemos quedado con María Antonia en el Greenwich Village, así que subimos dando un paseíto hasta el lugar acordado, pasando por Washington Square, lugar despejado y animado en el que se juega a la petanca y al ajedrez y las ardillas campan a sus anchas junto al Washington Arc. Esta es la zona de la New York University, el lugar está rodeado por vetustas casitas relacionadas con la institución, departamentos y colegios. También de alguna instalación deportiva. Aquí comienza a cambiar el paisaje hasta dar forma al encantador Greenwich Village, hogar del legendario Stonewall y de los panolis de Friends. Barrio creado en los orígenes de la ciudad por algunos vecinos huyendo de unas fiebres amarillas. Actualmente se trata de un lugar residencial, acogedor y bohemio.
Nos encontramos con María Antonia y damos un buen paseo por el barrio. Llegamos hasta el río Hudson y nos sentamos a ver New Jersey y a ver las fotos, pero nos distraen constantemente los vecinos deportistas que hacen deporte por la orilla y marcan el ritmo con sus péndulos libres de ropa interior. Cuando Lorca se estuvo aquí nadie salía a correr, porque de lo contrario habría dejado unos versos sobre estas gentes que corren y sus colas saltarinas, tan representativos de la ciudad como la estatua de la libertad o Central Park.

Son las tartas más obscenas que he visto en mi vida.
Volvemos al interior, donde las tiendas de ropa sin franquicia y las pastelerías sexoennuevayorkicas cierran para dar paso a los bares.
Vamos a ver el Stonewall, donde un borrachozo de fisionomía genuinamente americana, bien metido en sus forties, vestido con vaqueros, polo y gorra para atrás nos ve hacer fotos y acude presto a preguntarnos si el presidente ha hecho bien, si Osama is really dead.
Nos hacemos los suecos y vamos al Fat Cat —¡hola, Gorka!—, que es un bar enorme en Christopher St. con la 7th Ave., con música en directo, mesas de billar, pingpong, shaffleboard y juegos de mesa. Toca un cuarteto de cuerda mientras la gente charla y se divierte. Yo me desplomo en un sofá a charlar con María Antonia, beber cerveza y comer pistachos mientras Andrés deambula entre los jugadores y músicos haciéndose a la nueva cámara de fotos.
El lugar es genial y dan ganas de quedarse toda la noche, pero estamos hechos trizas, así que nos acercamos a comer al White Horse Tavern, donde probamos esas buffalo wings suculentas y picantes como demonios y marchamos en busca del metro en West 4th st. abortando los planes de visitar algún local gay de la zona por cansancio acumulado.
Aquí empezó todo.



En casa me tomo un myolastán y me siento en el suelo a leer las instrucciones de la cámara. Cuando llega la hora de acostarse prácticamente tengo que arrastrarme a la cama con la lengua colgando. Recordatorio: mañana tomarse sólo medio myolastán.

Prefiero comer pistachos a jugar al billar.
Aquí en el Fat Cat

Prefiero jugar al ping pong a comer pistachos.

Jugueteando con la cámara nueva en el Fat Cat.

3 comentarios:

  1. Apunto el Fat Cat, tiene muy buena pinta.

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  2. Las cabezas de china gigantes son de un artista español, y me suena que catalán además.
    Un local que mezcla los únicos "deportes" que disfruto practicando tiene que ser maravilloso sí o sí.

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