martes, 21 de junio de 2011

10/5/2011 - Nueva York, último día.

Y súbitamente amanece nuestro último día en Nueva York, para acabar con el cansancio de nuestros cuerpos, que nos anestesia y sabiamente evita que la pena prevalezca. La pena dulce que se ha apoderado de mí mientras construía estas crónicas, a veces sin mucho tiempo para disfrutarlas y elaborarlas como se merecen. Conclusión, ésta es una ciudad para visitar una semanita al año. Para vivirla uno o dos años y luego visitarla una semana al año.
Este día de hoy vamos a dedicarlo a bajar a Lower Manhattan a hacer unos encargos y a subir Broadway a pata hasta que nos cansemos. Los encargos quedan cumplidos en un ratito y comenzamos la subida desde la Trinity Church hasta Union Square, tomando la medida a Manhattan, que no es tan grande como piensa uno desde casa, cuando Nueva York es un lugar mítico que no pertenece al mundo real y en el que viven los otros. A partir de ahora, dejará de ser un lugar legendario en nuestras mentes, y cuando escuchemos Soho, West 4 o Chelsea, tendremos una idea exacta del dónde, el cómo de grande y el qué clase de gente deambula por allí, sintiéndonos cateta y deliciosamente parte de la parte del mundo que importa. Esa misma tarde, esperando la hora de embarque en el aeropuerto, empiezo By nightfall de Michael Cunningham y me regocijo de leer Mercer St. y Columbus Circle, estrenando el placer grande de leer y saber qué lugares son esos como cuando uno viene a vivir a Madrid y lee las divertidísimas novelas de Galdós.
El día se va con el paseo, un masaje de 10 minutes/10$ que dan unas chinas junto a la Strand, hacer la maleta, cerrar el círculo comiendo en El Malecón y trasponer al aeropuerto en metro (viajecito de casi hora y media).
Tras un vuelo coñazo y sumamente incómodo —que sale por retraso porque la tripulación ha llegado tarde, lo cual desencadena un retraso adicional porque en Barajas nos hacen esperar para tomar tierra— llegamos a casa, abandonamos las maletas y repasamos las fotos disfrutando del confort del hogar. Qué distinto es volar a la ida de volar a la vuelta.



Gracias a todos ustedes que nos guiaron y aconsejaron haciendo de estos días algo mucho más sabroso, divertido, fácil y provechoso. Y gracias sobre todo a María Antonia, nuestra anfitriona, por su amabilidad, su paciencia, su casa y su compañía; por este enorme regalo que nos has hecho. Un beso grande.


miércoles, 15 de junio de 2011

9/5/2011 - Nueva York, día 10.

Hoy, nuestro último día completo en Nueva York está dedicado a una de las partes más apetitosas, el Midtown East. Y les adelanto que además de uno de los más encantadores lugares de la city se trata sin duda de la zona donde los hombres son más hermosotes o están más buenorros, escoja usted la opción que más se adecúe a su sensibilidad.

Empezamos, como otras veces, por Columbus Circle, donde nos deja el metro. Aquí cruzamos por la 59th st. hasta la 5th Ave y entramos al parque por esta esquina tras sortear a los señores que alquilan bicis, ofrecen paseos en coche de caballo o carrobici y comprar un par de carteles de lata para la cocina. Damos un paseo mañanero por la parte sureste del parque, alrededor del pequeño lago por donde ramonean las familias de patitos a la sombra del Hotel Plaza.


Salimos por donde hemos entrado y decidimos volver a probar suerte en la Apple Store, a pesar de que son ya las 12. Pues bien, todo aquello que decían de las colas a las 6 de la mañana parece que ha pasado a la historia. Tienen Ipad2 en stock y, para desgracia del sector editorial del tebeo en España, me compro uno. A partir de ahora, sólo compraré tebeos que me gusten, se acabó el comprar por probar. Y además ya tengo amortizados 120 euros que me hubiesen costado los X-Men de Joss Whedon.
Satisfechos por nuestras compras como buenos materialistas de nuestro tiempo bajamos la 5th ave hasta la calle 57 por donde caminamos hasta Sutton Place siguiendo atentamente la estupenda guía neoyorquina de Torregrosa —no lo busquen en el google que me la mandó recién hecha por email.
Aquí nos retratamos ante el Queensboro Bridge, donde la famosa portada de Manhattan (la 58th st con Sutton Place), disfrutamos un rato del calmado ambiente ricachón, de niñeras conversando en spanglish en el parque mientras los niños millonarios juegan por ahí, de mansiones donde vive el presidente de la ONU y de otras casas que no son mansiones pero les falta poco. Este sitio me parece bastante idóneo para vivir cuando sea rico, la verdad. De momento va en cabeza.
Sutton Place y Queensboro Bridge.
Y recuerden...

A partir de ahora damos un largo paseo por 5th Ave y Park Avenue, viendo pasar ejecutivos entre los cuales hay un alto porcentaje de macizorros altamente macizorros. No sé si será el traje y el maletín, no sé si la belleza será un arma altamente eficaz también para el hombre en esta vorágine financiera y empresarial.  No quiero dejar pasar la oportunidad de dejar constancia de que la combinación ejecutivo-negro tiene como resultado auténticos semidioses que caminan por la acera a tu lado como la gran ballena blanca se desplaza en el océano sin atender a los pececillos que pueda llevarse por delante.
Hace un día precioso para pasear entre estos trabajadores encorbatados que comen fastfood sentados en los escalones del Seagram Building (375 Park Avenue). Pasamos por el Waldorf Astoria y miramos babeantes el anuncio de su desayuno buffet de 150$, comemos en el wendys junto al Chrysler (mejor que el McDonadls, sobre todo las patatas).
Escaparate de Tiffany's.
No encontré quien me diese 20$ para ir al tocador.

Papadas bajo el Seagram.
Escultura gigante osito flexo en el Seagram.

Entramos a la Grand Central Station, con su primoroso vestíbulo y sus atractivos ejecutivos con traje y mochila deportiva. No sabemos si van o vienen de esos barrios donde vivían Cheever y Don Draper, pero ya he visto varios puñados de ellos que dejan a Draper a la altura de un cateto en una boda.
La tarde la dedicamos a más pasear, otra vez el Chrysler, la biblioteca pública, la Nintendo Store —donde debí haberme comprado una mochila tuneada con los mandos de la SNES y una camiseta de Billy Bullet— y clausuramos en Bryant Park, sentados al sol en unas sillitas a la espera de que aparezca María Antonia.
En la Grand Central Station contemplando las constelaciones.
Estrenamos el iPad en la NYC Public Library.
Me despido de Bryant Park apurando los últimos rayitos de sol.
En la Nintendo Store, donde cometí dos errores.

Con ella damos otro paseo hasta la 1st ave, con la intención de cruzar a Queens y ver Manhattan desde allí, pero cambiamos de opinión y decidimos ir a tomar unas copichuelas por algún bar de hotel. El primer intento, en el King Cole Bar (donde se supone que sirven uno de los mejores dry martinis de Manhattan) del hotel Saint-Regis (55th st. con la 5th ave.) falla por causa de mi pantalón corto, es que no se puede ser tan dominguero. Recuérdenme que siempre lleve un pantalón largo en la mochila y que use camisa en lugar de camiseta, que me sienta mucho mejor y salgo más guapo en las fotos. En la terraza del hotel Peninsula (55th st. con la 5th ave) hay otro bar en el que sí me aceptan con estas pintas. Aún así nos piden la tarjeta de crédito antes de traernos las bebidas. Me tomo un negroni riquísimo y vemos anochecer entre torres iluminadas.
Y esto que han leído en un suspiro nos ha llevado el día entero y nos ha dejado agotados, así que nos vamos a casa a cenar un sandwich y dormir. Vamos extrayendo una enseñanza, Nueva York es una ciudad para visitar una semana al año, porque siempre estaremos deseando volver y porque el cansancio hace mella, como pueden comprobar por la disminución del número de fotos.

Otro gran día a la saca.





Negronis en el bar del Peninsula.

martes, 14 de junio de 2011

8/5/2011 - Nueva York, día 9.

Misa gospel, Central Park North, Chinatown by day, Little Italy y Nolita.
Volvemos a intentar la operación misa. Parece mentira que para ir a misa haya que llegar temprano y hacer cola, pero hoy descubriremos que en Harlem tienen un concepto espectacular y hedonista del socorrido sacramento de la eucaristía.
El día empieza accidentado, pues aunque hemos calculado salir temprano, a mitad de camino caigo en que llevo pantalones cortos y que es posible que no me dejen entrar. Vuelvo corriendo a cambiarme mientras Andrés y María Antonia siguen camino hacia la iglesia (116 st. con Adam Clayton Powell) para guardar cola. Cuando llego con la lengua fuera están justo en la cabeza de la misma —no de la lengua, sino de la cola—, ya ha pasado una primera tanda de turistas y  cuando llego no tenemos que esperar más que unos segundos.


Un negro al estilo secundario gracioso de peli de Eddie Murphy nos acompaña hasta la grada superior y nos acomoda junto al pasillo con gran amabilidad neoyorquina. En esta zona hay otra acomodadora (el uniforme de acomodador consiste en pantalón negro y polo morado) con el pelo rapado y unos thick as fingers zarcillos dorados de aros que le estiran el lóbulo de la oreja más de lo que resulta estéticamente agradable. En cualquier caso, ella también es simpatiquísima y reparte abanicos de cartón. Una grada más abajo hay otro acomodador que lleva polo blanco en lugar de morado, imagino que el polo blanco es el distintivo que se otorga al acomodador que está más bueno de todo el hemisferio norte, pues ambas circunstancias se reúnen en su persona.


El lugar parece un antiguo cine, enorme y decoradísimo, aunque han pintado las paredes, molduras y colgajos todo de blanco para transformarlo en iglesia. Sobre el escenario han instalado una balconada con una piscina de cristal, y está llena de agua. Debajo de la misma, unos músicos se acomodan en un lateral. ¿Esa piscina será para verterla sobre los músicos si se equivocan? Pues no. Dado que se trata de la Primera Iglesia Corintia BAPTISTA, la piscina es para bautizar. Y efectivamente, una mujer también rapada y un señor, ambos con sus batas blancas como de negro góspel, se meten en el agua y comienzan a bautizar a un montón de señoras y niños en serie. Siguen un hechizo verbal y somático que ya he olvidado, pero la negra rapada le recita unas palabras por lo bajini al sujeto aún por cristianizar y éste las repite con voz firme al micro. Entonces le hacen una ahogadilla, todo el mundo aplaude, la orquestilla canta un poquito las mismas palabras y le dan boleto en plan cadena de montaje. Los niños levantan más aplausos que las señoras mayores, por cierto.


Cuando llevan unos 15 o 20 acristianamientos, la orquesta añade varios miembros y comienzan a tocar el heavy góspel. Los acomodadores comienzan a bailar y a animar al público. ¡Todo el mundo tocando palmas! Aquí empieza una experiencia sanísima que te limpia por dentro y te deja como una patena. Amigos, no me extraña nada que estos negros se hagan yesca por ir a misa, si yo viviese aquí no me saltaba el sacramento ni un solo domingo.
Vaya por delante que aunque no paran de repetir la palabra “god”, esto no tiene ni chispa de connotación religiosa. Se trata más bien de una asamblea comunitaria social, en la que los negros se visten de boda, comentan la actualidad y hacen terapia de grupo. Nada que ver con la ceremonia oscura basada en la culpa y el castigo que constituye una misa aquí en España.
El pastor, por otro lado, es una auténtica estrella. Tiene un control de la oratoria que ni Barack Obama, domina el dramatismo en el discurso y sabe imprimirle las subidas y bajadas idóneas que llevan a las negras al llanto, el aplauso e incluso al desmayo, a no poder evitar ponerse en pie, cerrar los ojos, levantar los brazos y gritar AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAMEEEEEEEEN.
El discurso incluye alguna crítica a la celebración de la muerte de Osama Bin Laden y se centra sobre todo en el llamamiento a la humildad de los que practican obras de caridad. Sois instrumentos de Dios, y haciendo obras de caridad sois más ayudados que ayudadores, tunantes. AAAAAAAAMEEEEEEEEEEN. Luego salen unos niños y cantan, provocando la histeria colectiva en el público. Y mientras tanto pasan el cepillo, o sea, recogen los sobres que antes han ido repartiendo.

Y así transcurren más de dos horas y media como si fuesen 5 minutos, y salimos de allí como nuevos, agradecidos de no vivir aquí, porque de ser así acabaríamos cristianos negros corintios baptistas perdidos.
A la salida asistimos de nuevo al mayor espectáculo de la ciudad, los negros, aviados para la misa. Lo más grande. Tomé algunas fotos desafiando la vergüenza que me dan estas cosas sin poder dominar mi admiración y mi disfrute.
 

Levitamos a pie hasta Central Park y lo atravesamos entre familias, paseantes y deportistas. Llama la atención el diseño del parque, de aspecto salvaje y surcado por senderos en la mayoría de sus partes internas. Visitar Central Park no es como ir al parque, es como ir al bosque. Las partes más acondicionadas están cuajadas de gente gozando del lugar cívicamente, sin partidos de boley fuera de las canchas —por cierto, que las de tenis son gratis y el resto supongo que también—  ni comilonas de yuca y cortes de pelo amateurs. Quiero decir que no hay dominguerismo, sino un discreto y generoso uso del parque. En algún momento buscamos la salida a Central Park West para ir al metro, hemos quedado con un par de españoles que estuvieron anoche en el Union Pool para volver a comer al Shangay Café y ver Chinatown de día.

El barrio por el día ofrece una excursión fascinante entre puestos callejeros. Pescados y vegetales deshidratados, pescado vivo criado en tanques de agua turbia que convulsiona sobre lechos de hielo picado, cubos de sapos enormes vivos en los que las ancianas chinas escogen sus más apetitosas piezas con unas pinzas, algún sapo sobre la acera en intento de fuga, chinos escupiendo por cada esquina, … Es la primera vez que me he sentido rodeado de auténtico chinismo, sin folclore y sin paños calientes. Auténtico espíritu insalubre chino. Aunque dicen que en Queens hay un auténtico barrio chino que es como vivir en el mismo corazón de Pekín y que debe ser lo más. Tenemos que ir a China a comer todas estas cosas y volver con vida y la sensación de haber vivido en otro planeta, de haber hecho lo más parecido que se puede hacer en nuestros días a conocer otras culturas.
Por cierto que en Nueva York las chinas son guapísimas. No son como aquí, feas, con el culo plano, el pelo de muñeca, y los fémures cortos, no. Las chinas aquí tienen cuerpo de proporciones occidentales y son guapas de cara. Supongo que la causa es el mestizaje, deben ser americanas de segunda generación. Eso sí, en chinatown nada de esto. En primer lugar hay pocas chicas jóvenes por la calle y en las tiendas. Sólo se ven hombres y señoras mayores. Tal vez las chicas se encuentren custodiadas y no puedan salir a la calle. En segunda lugar, los que hay son muy feos, estropeados y de color rancio, para qué vamos a lubricar la verdad.

Tras repetir en el Shangay Café (recuerden, 100 Mott st.) vamos a dar un paseo por Little Italy, que efectivamente, ha quedado reducida a un par de calles que se resisten a ser engullidas por el mundo asiático con rabia nacionalista de banderas y folclore. Me acuerdo todo el rato de aquella maravillosa secuencia en que Butch "The Little Guy" DeConcini caminaba ensimismado por Mulberry st. mientras atendía una llamada telefónica y cuando quería darse cuenta, se encontraba en el mismísimo corazón de China. Los tejados de Mulberry fueron los que Vito Corleone recorrió armado para acabar con el cacique local y empezar su imperio como Padrino de todos.

Little Italy resiste la invasión china con firme resistencia.

Paseamos por Nolita y sus coquetas calles repletas de coquetas tiendas. Agradable ambiente dominical de luz anaranjada y gente sofisticada moderadamente bebida. Prolongamos el paseo por Houston St., Bowery, Canal St. a la caza de cutresouvenirs y así vemos agonizar la tarde como pescados chinos bigotudos sobre lechos de hielo en puestos callejeros.


Volvemos tempranito, visitamos el supermercado y compramos algo de cena y desayuno. Estamos ya un poco saturados de estas sobredosis vespertinas de huevo, azúcar y harina. En el súper, cómo no, todo el mundo nos habla en español.

lunes, 13 de junio de 2011

7/5/2011 - Nueva York, día 8.


En episodios anteriores… Recuerden que tras varias jornadas enturbiadas por el dolor de espalda, por fin nos libramos de él y además nos acostamos, tarde, borrachos y con la cabeza como un bombo.

Hoy nos levantamos tarde. Salimos de casa después de las 11 y tomamos el metro hasta CONEY ISLAND. La última parte del viaje transcurre sobre la superficie, sobre vistas unifamiliares marginales de Brooklyn. Justo antes de llegar a la parada de Coney Island, el parque de atracciones luce bien hermoso en esta soleada mañana de sábado. La de años que hacía que no me emocionaba al ver un parque de atracciones…
Primer vistazo de Coney Island desde el metro.
Esa noria es monumento protegido.
Hemos llegado.

Lo primero que uno se encuentra al salir de la estación es con Nathan’s. El legendario Nathan’s original, establecimiento de perritos calientes, donde se celebra la competición internacional de tragar perritos. En una de sus fachadas principales tienen un enorme cartel electrónico con la cuenta atrás para la competición de este año y el raking de los campeones.
Menudo recibimiento.
Ya salivando.

Es prácticamente la hora de comer, así que nos apretamos unos perritos completos, con su cebolla en salsita roja, con sus pepinillos, su queso… Y unas patatas que son la esencia misma de la comida guarra y deliciosa. Una con queso y bacon, la otra con frijoles. Nos pedimos la deliciosa naranjada como bebida, pero la pequeña, porque los vasos grandes son inmensos, fácilmente de litro y medio.
Nos sentamos en el lateral del restaurante, donde tienen mesas con sombrillas en un patio. La clientela es soprana o incluso diría subsoprana. Hay una familia de rusos obesos agitanados que dan auténtico miedo. La madre es como una gitana gigantesca con una voz áspera que bien daría para mcguffin en un cuento de hadas.
Allí estamos comiendo cuando se nos acerca un señor algo más distinguido de la mesa de al lado. Nos habla en italiano, cambiamos al inglés. Resulta que se ha emocionado al ver turistas en Brooklyn, lo que parece ser algo poco común. Nos ha reconocido como tales por la lonely planet y por el camarón de fotos de María Antonia, que nos acompaña hoy que no tiene que trabajar. Nos habla de la ciudad la historia de Brooklyn, cuando era más importante que Manhattan y la gente bajaba señorial a Coney Island a pasar el verano. Le contamos qué parte de Brooklyn conocemos, nos explica que ha venido a traer a su sobrino a conocer el lugar y que hay una playa fantástica a la que tienen pensado ir. Se ofrece a llevarnos pero declinamos amablemente la invitación.
Aquí un mozuelo preparando nuestro primer pedido de perritos.
Aún sueño con esas patatas.
Quiero más.
Frankfurters since 1916.

Tras engullir los perritos y chuparnos los dedos nos dirigimos hacia el parque de atracciones. En realidad son tres parques de atracciones juntos, y los abonos valen en los tres. Aún así, están separados por vayas y cada uno alberga un tipo concreto de atracciones. Está la Scream Zone, con 5 o 6 atracciones, todas bastante agresivas; la zona de niños y la zona general. Junto a ésta se encuentra el Cyclone, la mejor montaña rusa del mundo según los especialistas en montañas rusas. Además, es monumento protegido y no se puede quitar ni transformar. Bravo por las autoridades.
Antes de entrar al parque pasamos por el museo de Coney Island. Que tiene un bar abajo, una pequeña tienda de souvenirs no muy surtida (de hecho me hubiera gustado comprar unas postales retro del lugar que vi en alguna parte, pero no las encuentro) donde lo mejor que tienen son los pósters auténticos de pasadas exhibiciones y ciclos de cine gamberro que acostumbran a celebrarse allí de toda la vida.
El museo es un poco ralo, pero cuesta un dólar y es tan polvoriento y cutre que merece la pena. Alguna piel de serpiente gigante, algún animal mutante taxidermizado, algunos escritos y dibujos de los orígenes del parque y algunas de sus atracciones (dramatizaciones de la erupción del Vesubio y destrucción de Pompeya, for instance), …
Por fin vamos al parque. Sacamos un abono de 40 créditos y subimos al Cyclone. Hacemos unos 30 segundos de cola, en los que nos da tiempo a observar que el cacharro es viejo, viejo. Travesaños de madera, todo cruje, coches metálicos estropeadillos… Pero produce bastante sensación se seguridad, se ve todo muy robusto. Subimos al carro, nos ajustan el agarre de seguridad y arrancamos en un santiamén. La primera subida es lenta y larga y de repente entras en faena: la primera caída es la más agresiva que he tenido oportunidad de catar. Desde ese momento ya estás vendido y empiezas a temer que el estómago se te dé la vuelta como un calcetín y se te salga por la boca. Dos minutos después aterrizas en el lugar de salida con una maravillosa sensación de euforia y ligereza en los pies.

































Boardwalk Empire.
Andrés junto a la madre de Almodóvar en el boardwalk de Coney Island.
Nuestra anfitriona descansa un rato de nosotros.

Tres o cuatro atracciones después, con el parque bastante más concurrido, vamos al boardwalk —el paseo marítimo, amplísimo camino de listones de madera sobre la arena,, ambiente familiar animado, tiendas de souvenirs, kioscos de comida guarra y chucherías, tómbolas, talleres de baile improvisados, pistas de frontón, el New York Aquarium, la playa enorme…— de caminito a Brighton Beach Ave. corazón del barrio ruso de la ciudad. Esta avenida se encuentra cubierta por las vías elevadas del metro al más puro estilo Calles de Fuego —ya saben, aquella película tan retrofuturista y tan marica en la que unos moteros malvados raptaban a una estrella del rock—. Cuando uno dice barrio ruso quiere decir que está todo el cirílico y que en las tiendas venden prensa, literatura, películas y artesanía rusa. Pero negros nubarrones se ciernen sobre el horizonte, y esto va tan en serio como lo del ruso, así que salimos escupidos de vuelta hacia el parque porque todo parece indicar que vamos a ponernos como sopas.
Calles Rusas de Fuego.


Nos da tiempo a llegar de vuelta al museo de Coney Island antes de que empiece a llover. Nos pedimos unas cervecitas de la casa, envasadas en botellas de medio litro con unas etiquetas primorosas. Pedimos dos distintas y al final me las tengo que apretar casi enteras yo solito, con lo que cojo una coroza estupenda y me asiento estupendamente en el bar sin encontrar ningún motivo para marcharme. Mientras Andrés y María Antonia tratan de hacerse con una botella de cada una de las variedades restantes yo disfruto de mi pedal y tomo consciencia de lo a gustito que estamos y el bonito día que hemos pasado y de cuánto me alegro de finalmente haber venido a Coney Island. Apúntenme del lado de los que piensan que es visita ineludible.
No sé cómo se las ingenian, pero ya tenemos todas las botellas de la colección y, como parece que ya no hay amenaza de lluvia, volvemos al metro y ponemos proa a Williamsburg, donde vamos a clausurar la visita a Brooklyn.





Aquí nos despedimos de Coney Island.
Un momento, cuántos litros de esa extraña cerveza me he bebido.

Williamsburg es el nuevo barrio de moda, desde hace un tiempo todo el mundo habla de él y es condición indispensable visitarlo, sobre todo por la noche. Nosotros pasaremos aquí toda la tarde, cenaremos pizza y acudiremos a un bar donde María Antonia ha quedado con unos amigos.
La arteria principal de Williamsburg —lugar originario de Al Capone y meca hipster de los últimos veinte minutos— es Bedford Avenue, calle encantadora con un ambiente bárbaro moderno más no mamarracho y con una luz estupendísima que nos ha realmente cautivado. Cada tienda de camisas, floristería, bar y funeraria está llena de gente guapísima y bien vestida pasándolo estupendamente y procurando que se note. El asunto es que se nota y además da el pego, no parece que estén fingiendo, como Náusea Nimri cuando sale al escenario de los Goya riéndose para que veamos todos cuánto se divierte en todo momento.



Al final de Bedford Ave. encontramos un parque estupendo con campos de baseball y césped para sentarse y nos sentamos a gozar de la luz maravillosa del atardecer y a mirar Manhattan a lo lejos, naranja y neblinosa. Más emoción.



Nos dirigimos hacia la luz y acabamos en unas calles amplias llenas de naves y almacenes entre las que tiene pinta de haber lofts —lofts de verdad, no pisos sin tabiques como los de aquí— donde la luz es ya dorada pero empieza a volverse violeta. Estamos en Kent Ave. con la North 12th st. y bajamos por Kent hasta toparnos con una puerta en una tela metálica con el simbolizo de la hoja de roble que aparece en todos los parques de la city. Nos adentramos al cruzarla por un pasillo de cemento que de repente se abre a una maravillosísima vista de Manhattan al otro lado del río, con la noche recién inaugurada y, en primer término, un campo de fútbol con un césped cuidadísimo y esplendoroso en el que juegan unos aficionados.


Aquí invertimos otro ratito haciendo fotos y gozando de las vistas antes de continuar en busca de algo de comer. Nos han hablado de un diner con todas las de la ley, en 225 Wythe Ave., Relish. Desgraciadamente lo encontramos cerrado, lo cual nos llena de desconsuelo porque el sitio es precioso, con su pinta de caravana de hojalata de diner de verdad.
Vamos dando un paseíllo hasta una pizzería en 33 Havemeyer st. y allí nos comemos una suculenta pizza gigante. El lugar tiene dos o tres mesas preparadas, pero principalmente es una pizzería a domicilio. Está decorado con platos de papel pintados con rotulador en los que se refleja la actualidad. Tanto que hay uno en que aparece Osama ahorcado. Curiosa esta celebración de la venganza y la pena de muerte entre el moderneo.

Fuck you Osama?

Vamos al Union Pool, el garito en el que tenemos la cita, en Union Ave con Meeker. Este sitio ya aparecía en las recomendaciones que nos habían pasado antes de venir y vive Dios que es un lugar recomendable. Se trata de un bar grande, con un patio también grande, lleno en su justa medida de gente agradable. De nuevo me pasma la ausencia de mamarrachista y la cantidad de gente guapa. Aquí pasamos un buen rato, tomando el fresco y tomando algo en el patio. Nos retiramos a alguna hora temprana porque nuestros cuerpos no aguantan más y nos queda un buen tirón hasta Washington Heights. Tenemos suerte con los transbordos y llegamos en una hora y cuarto. Y así bajamos telón para este día magnífico, de los mejores del viaje.