lunes, 13 de junio de 2011

7/5/2011 - Nueva York, día 8.


En episodios anteriores… Recuerden que tras varias jornadas enturbiadas por el dolor de espalda, por fin nos libramos de él y además nos acostamos, tarde, borrachos y con la cabeza como un bombo.

Hoy nos levantamos tarde. Salimos de casa después de las 11 y tomamos el metro hasta CONEY ISLAND. La última parte del viaje transcurre sobre la superficie, sobre vistas unifamiliares marginales de Brooklyn. Justo antes de llegar a la parada de Coney Island, el parque de atracciones luce bien hermoso en esta soleada mañana de sábado. La de años que hacía que no me emocionaba al ver un parque de atracciones…
Primer vistazo de Coney Island desde el metro.
Esa noria es monumento protegido.
Hemos llegado.

Lo primero que uno se encuentra al salir de la estación es con Nathan’s. El legendario Nathan’s original, establecimiento de perritos calientes, donde se celebra la competición internacional de tragar perritos. En una de sus fachadas principales tienen un enorme cartel electrónico con la cuenta atrás para la competición de este año y el raking de los campeones.
Menudo recibimiento.
Ya salivando.

Es prácticamente la hora de comer, así que nos apretamos unos perritos completos, con su cebolla en salsita roja, con sus pepinillos, su queso… Y unas patatas que son la esencia misma de la comida guarra y deliciosa. Una con queso y bacon, la otra con frijoles. Nos pedimos la deliciosa naranjada como bebida, pero la pequeña, porque los vasos grandes son inmensos, fácilmente de litro y medio.
Nos sentamos en el lateral del restaurante, donde tienen mesas con sombrillas en un patio. La clientela es soprana o incluso diría subsoprana. Hay una familia de rusos obesos agitanados que dan auténtico miedo. La madre es como una gitana gigantesca con una voz áspera que bien daría para mcguffin en un cuento de hadas.
Allí estamos comiendo cuando se nos acerca un señor algo más distinguido de la mesa de al lado. Nos habla en italiano, cambiamos al inglés. Resulta que se ha emocionado al ver turistas en Brooklyn, lo que parece ser algo poco común. Nos ha reconocido como tales por la lonely planet y por el camarón de fotos de María Antonia, que nos acompaña hoy que no tiene que trabajar. Nos habla de la ciudad la historia de Brooklyn, cuando era más importante que Manhattan y la gente bajaba señorial a Coney Island a pasar el verano. Le contamos qué parte de Brooklyn conocemos, nos explica que ha venido a traer a su sobrino a conocer el lugar y que hay una playa fantástica a la que tienen pensado ir. Se ofrece a llevarnos pero declinamos amablemente la invitación.
Aquí un mozuelo preparando nuestro primer pedido de perritos.
Aún sueño con esas patatas.
Quiero más.
Frankfurters since 1916.

Tras engullir los perritos y chuparnos los dedos nos dirigimos hacia el parque de atracciones. En realidad son tres parques de atracciones juntos, y los abonos valen en los tres. Aún así, están separados por vayas y cada uno alberga un tipo concreto de atracciones. Está la Scream Zone, con 5 o 6 atracciones, todas bastante agresivas; la zona de niños y la zona general. Junto a ésta se encuentra el Cyclone, la mejor montaña rusa del mundo según los especialistas en montañas rusas. Además, es monumento protegido y no se puede quitar ni transformar. Bravo por las autoridades.
Antes de entrar al parque pasamos por el museo de Coney Island. Que tiene un bar abajo, una pequeña tienda de souvenirs no muy surtida (de hecho me hubiera gustado comprar unas postales retro del lugar que vi en alguna parte, pero no las encuentro) donde lo mejor que tienen son los pósters auténticos de pasadas exhibiciones y ciclos de cine gamberro que acostumbran a celebrarse allí de toda la vida.
El museo es un poco ralo, pero cuesta un dólar y es tan polvoriento y cutre que merece la pena. Alguna piel de serpiente gigante, algún animal mutante taxidermizado, algunos escritos y dibujos de los orígenes del parque y algunas de sus atracciones (dramatizaciones de la erupción del Vesubio y destrucción de Pompeya, for instance), …
Por fin vamos al parque. Sacamos un abono de 40 créditos y subimos al Cyclone. Hacemos unos 30 segundos de cola, en los que nos da tiempo a observar que el cacharro es viejo, viejo. Travesaños de madera, todo cruje, coches metálicos estropeadillos… Pero produce bastante sensación se seguridad, se ve todo muy robusto. Subimos al carro, nos ajustan el agarre de seguridad y arrancamos en un santiamén. La primera subida es lenta y larga y de repente entras en faena: la primera caída es la más agresiva que he tenido oportunidad de catar. Desde ese momento ya estás vendido y empiezas a temer que el estómago se te dé la vuelta como un calcetín y se te salga por la boca. Dos minutos después aterrizas en el lugar de salida con una maravillosa sensación de euforia y ligereza en los pies.

































Boardwalk Empire.
Andrés junto a la madre de Almodóvar en el boardwalk de Coney Island.
Nuestra anfitriona descansa un rato de nosotros.

Tres o cuatro atracciones después, con el parque bastante más concurrido, vamos al boardwalk —el paseo marítimo, amplísimo camino de listones de madera sobre la arena,, ambiente familiar animado, tiendas de souvenirs, kioscos de comida guarra y chucherías, tómbolas, talleres de baile improvisados, pistas de frontón, el New York Aquarium, la playa enorme…— de caminito a Brighton Beach Ave. corazón del barrio ruso de la ciudad. Esta avenida se encuentra cubierta por las vías elevadas del metro al más puro estilo Calles de Fuego —ya saben, aquella película tan retrofuturista y tan marica en la que unos moteros malvados raptaban a una estrella del rock—. Cuando uno dice barrio ruso quiere decir que está todo el cirílico y que en las tiendas venden prensa, literatura, películas y artesanía rusa. Pero negros nubarrones se ciernen sobre el horizonte, y esto va tan en serio como lo del ruso, así que salimos escupidos de vuelta hacia el parque porque todo parece indicar que vamos a ponernos como sopas.
Calles Rusas de Fuego.


Nos da tiempo a llegar de vuelta al museo de Coney Island antes de que empiece a llover. Nos pedimos unas cervecitas de la casa, envasadas en botellas de medio litro con unas etiquetas primorosas. Pedimos dos distintas y al final me las tengo que apretar casi enteras yo solito, con lo que cojo una coroza estupenda y me asiento estupendamente en el bar sin encontrar ningún motivo para marcharme. Mientras Andrés y María Antonia tratan de hacerse con una botella de cada una de las variedades restantes yo disfruto de mi pedal y tomo consciencia de lo a gustito que estamos y el bonito día que hemos pasado y de cuánto me alegro de finalmente haber venido a Coney Island. Apúntenme del lado de los que piensan que es visita ineludible.
No sé cómo se las ingenian, pero ya tenemos todas las botellas de la colección y, como parece que ya no hay amenaza de lluvia, volvemos al metro y ponemos proa a Williamsburg, donde vamos a clausurar la visita a Brooklyn.





Aquí nos despedimos de Coney Island.
Un momento, cuántos litros de esa extraña cerveza me he bebido.

Williamsburg es el nuevo barrio de moda, desde hace un tiempo todo el mundo habla de él y es condición indispensable visitarlo, sobre todo por la noche. Nosotros pasaremos aquí toda la tarde, cenaremos pizza y acudiremos a un bar donde María Antonia ha quedado con unos amigos.
La arteria principal de Williamsburg —lugar originario de Al Capone y meca hipster de los últimos veinte minutos— es Bedford Avenue, calle encantadora con un ambiente bárbaro moderno más no mamarracho y con una luz estupendísima que nos ha realmente cautivado. Cada tienda de camisas, floristería, bar y funeraria está llena de gente guapísima y bien vestida pasándolo estupendamente y procurando que se note. El asunto es que se nota y además da el pego, no parece que estén fingiendo, como Náusea Nimri cuando sale al escenario de los Goya riéndose para que veamos todos cuánto se divierte en todo momento.



Al final de Bedford Ave. encontramos un parque estupendo con campos de baseball y césped para sentarse y nos sentamos a gozar de la luz maravillosa del atardecer y a mirar Manhattan a lo lejos, naranja y neblinosa. Más emoción.



Nos dirigimos hacia la luz y acabamos en unas calles amplias llenas de naves y almacenes entre las que tiene pinta de haber lofts —lofts de verdad, no pisos sin tabiques como los de aquí— donde la luz es ya dorada pero empieza a volverse violeta. Estamos en Kent Ave. con la North 12th st. y bajamos por Kent hasta toparnos con una puerta en una tela metálica con el simbolizo de la hoja de roble que aparece en todos los parques de la city. Nos adentramos al cruzarla por un pasillo de cemento que de repente se abre a una maravillosísima vista de Manhattan al otro lado del río, con la noche recién inaugurada y, en primer término, un campo de fútbol con un césped cuidadísimo y esplendoroso en el que juegan unos aficionados.


Aquí invertimos otro ratito haciendo fotos y gozando de las vistas antes de continuar en busca de algo de comer. Nos han hablado de un diner con todas las de la ley, en 225 Wythe Ave., Relish. Desgraciadamente lo encontramos cerrado, lo cual nos llena de desconsuelo porque el sitio es precioso, con su pinta de caravana de hojalata de diner de verdad.
Vamos dando un paseíllo hasta una pizzería en 33 Havemeyer st. y allí nos comemos una suculenta pizza gigante. El lugar tiene dos o tres mesas preparadas, pero principalmente es una pizzería a domicilio. Está decorado con platos de papel pintados con rotulador en los que se refleja la actualidad. Tanto que hay uno en que aparece Osama ahorcado. Curiosa esta celebración de la venganza y la pena de muerte entre el moderneo.

Fuck you Osama?

Vamos al Union Pool, el garito en el que tenemos la cita, en Union Ave con Meeker. Este sitio ya aparecía en las recomendaciones que nos habían pasado antes de venir y vive Dios que es un lugar recomendable. Se trata de un bar grande, con un patio también grande, lleno en su justa medida de gente agradable. De nuevo me pasma la ausencia de mamarrachista y la cantidad de gente guapa. Aquí pasamos un buen rato, tomando el fresco y tomando algo en el patio. Nos retiramos a alguna hora temprana porque nuestros cuerpos no aguantan más y nos queda un buen tirón hasta Washington Heights. Tenemos suerte con los transbordos y llegamos en una hora y cuarto. Y así bajamos telón para este día magnífico, de los mejores del viaje.





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