lunes, 6 de junio de 2011

5/5/2011 - New York, día 6.



Mañana. Central Park ryde y Museo de Historia Natural.

¡Arrrrrrrrrrriba chicos y chicas! ¡Amanece un nuevo día en Washington Heights! Hay que rematar el NYCPass y luce el sol, así que olvídate de ese dolor de espalda y lánzate a las calles.
El plan de hoy comienza con un paseo en bici por Central Park, de manera que volvemos a enganchar el metro hasta Columbus Circle (59th St). Desayunamos en La Parisien, un diner de la 7th Ave. entre la 57th y la 58th st., donde una camarera ya mayorcita, pero no a lo Joan Blondell, sino hispana, se alegra muchísimo de poder atendernos en español. Unos huevos benedictine y un café que me saben a gloria. En la cola para recoger las bicicletas Andrés lee Wicked, intentando avanzar lo máximo posible antes de la representación de esta noche. Yo tomo notas para estas crónicas. Tras media hora de espera nos entregan una bici a cada uno y entramos en el parque por la 7th Ave, donde empezamos la vuelta completa en el sentido contrario al de las agujas del reloj la esquina sur de la 5th Ave. es un buen lugar para comenzar. La ciudad emergiendo tras los árboles emociona e impresiona, y tras las fotos de  rigor y la toma de contacto con la bicileta, nos dirigimos hacia Bethseda Fountain seguidos de cerca por una pareja de lesbianas españolas ciclistas —amigos, Nueva York está plagada de lesbianas españolas—. Decidimos rectificar el rumbo y saltándonos la prohibición de deambular en bicicleta por los caminos internos, cogemos un atajo hacia la escultura de Alicia en el País de las Maravillas. Por el camino nos detenemos a tumbarnos sobre una alfombra de pétalos de cerezo, como en la ilustración de portada de una novela rosa. Al llegar a la estatua nos volvemos a encontrar con las lesbianas ciclistas, aunque no estoy del todo seguro de que sean las mismas de antes.

¿Dónde era el cruising?
Y recuerden...
Aquí estamos en pleno guirigay.
Comió la píldora roja.

¿Ve señorita Alicia como estoy perdiendo pelo?
¡Cucú!
"¡Fuera de aquí, canalla!" De Danielle Steelle.
Huckleberry Matt.
Se me van a garrapiñar las almorranas.
El Jacqueline Onassis Kennedy con Central Park West al fondo.
Rendidos por el pedaleo.


Pedaleamos hacia el norte, paralelamente a la 5th ave. parando de vez en cuando para asomarnos al lago Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir u otear el frondoso Ramble, paraíso para ornitólogos y cruisers. Desde aquí se ve la espectacular hilera de torres y cimas de edificios de Central Park West, legendario vecindario donde el recibo de la comunidad asciende fácilmente a 5000$ al mes. Alcanzar la esquina norte de la 5th Ave. es bien sencillo y apenas hay que pedalear suavemente saludando de nuevo la retahíla de museos, pero aquí las cosas cambian y el ciclista temerario empieza a encontrarse con las pendientes, una curva pronunciada que baja para después tener que vértelas con una serie de subidas conforme se desciende paralelamente a Central Park West entre bosques y carteles de advertencia acerca de animales salvajes rabiosos. Con las subidas y bajadas comienzo a temer que el dragón despierte —el dragón es mi dolor de espalda, claro— y me amargue el día. Una vez alcanzada la cumbre, aproximadamente hacia la mitad del parque, decido que puedo parar la bici sin correr peligro de no ser capaz de volver a ponerla en movimiento, y aprovecho para beber agua y sudar un poquito. Emprendemos lo que queda de camino, pasamos total de Strawberry Fields y del pelma de Lennon y volvemos al punto de partida para entregar las bicis y dirigirnos a la segunda parada del día: el Museo de Historia Natural.

Al bajar de la bici comienzo a sentir en el lomo los primeros mordiscos del dragón, de manera que tomamos el metro hasta el museo (Central Park West con la 81th st.), que tiene su propia parada y su propia entrada desde los túneles hasta el vestíbulo. Nosotros entramos por la puerta principal, como Dios manda, donde ya te reciben un par de esqueletos de dinosaurio.
La manera más digna de llevar corbata.
Que este sea el museo del que tengo menos que decir no es malo en absoluto, sino más bien fruto de mi ignorancia. Así que para decirles: qué bonitos los animalitos y las exposiciones y las mariposas y el planetario, mejor les dejo con algunas fotos comentadas. Sólo les diré que en una de sus muchas tiendas —las mejores tiendas de museo de todos los museos que llevo vistos— vendían unas corbatas preciosas con motivos científicos, paleontológicos, astronómicos, ranológicos, mariposólogos y demás que me encantaron. No saben cómo me arrepiento de no haberme comprado una corbata de ballenas. Costaba 60$, pero debí haberme hecho con ella y dar rienda suelta al prurito que últimamente me llama a utilizar corbata.

No se pierdan tampoco la bajada al reino de las plantas, con su olor a tierra, su oscuridad y su maravilloso sonido ambiente. Porque el Museo de Historia Natural tiene sonido ambiental y es un deleite de lo que ambienta y emociona y una lección para todos los museos del mundo —¿qué hacen los del MET que no ponen  cantos gregorianos en la zona de arte medieval y rien de rien en donde los impresionistas?—. Total, que va uno en cierta penumbra y dobla una esquina y se encuentra con el corte transversal gigante de un árbol de miles de años y se queda boquiabierto, pero al estar escuchando a los pajaros del bosque, los grillos y el gotear del agua sobre el musgo la boca se abre muchísimo más de lo que se abriría en un museo sin sonido ambiente. Por cierto que el corte transversal de secuoya, precede a la sala de biodiversidad, que es el despiporre y el resumen del museo entero a la par que la entrada a la sala de la ballena, con su correspondiente sonido ambiente.


Banderas desde el Museo de Historia Natural.
¡Quitámelo! !Quítamelo!
¿Esto de coserse el hocico no se pone de moda entre perroflautas?

Doble hilera de dientes, como Galindo.
Aquí había un hermosísimo sonido ambiente selvático africano.
En este museo son unos artistas del ambiente. La penumbra es exquisita.

Batmaaaaaaaaaan.

El sombrero Indiana Jones me quedaba estupendamente y abrigaba mogollón.
Me lo apunto para el invierno.
Señor Diplodocus.
Adivinen lo que se escuchaba en el sonido ambiente.
No hicieron caso a lo de ser bellas, pero sí a lo de ser sagaces.
Si te entra sueño te echas la siesta en la cafetería, con un par.

Tarde. Central Park West y Lincoln Center.

Otro frapuccino. ¿Pasa algo?
Durante toda la visita al museo el dragón me ha hincado el diente hasta la médula y al salir sucumbimos de nuevo a un frapuccino de mierda de esos —que están buenos, para qué lo vamos a negar—. Me recupero un poco acompañándolo con un bizcocho de limón y pensando que esto del Central Park West no está tampoco nada mal.
Bajamos caminando por la vera de Central Park y repasando los edificios famosos por uno y otro motivo. El edificio en que Sigourney levitaba y se convertía en ramera diabólica en Cazafantastas, la casa de Madonna y la estrella pop de los edificios, el Dakota. No sé lo que pagarán de comunidad los vecinos del Dakota, pero bien que les renta, porque tienen un portero uniformado que da gloria verlo y sale a la calle a pedirte un taxi. Y además debe ser el que mantiene encendidas las antorchas a los laterales de la puerta principal, lugar que se reconoce al instante con gran regocijo y sobrecogimiento como el mismísimo suelo contra el que Terry, la asistenta de los Castevet, se hacía una tortilla en La semilla del Diablo.

Frankenstein en el Dakota.
Aquí creímos sentir la presencia de John Lennon
porque nos entró un sueño que pa qué.
Es igual que la anterior, pero salimos
guapos y no la vamos a desperdiciar.

Amigos, la emoción en Nueva York viene en forma de pequeñas capsulitas que se te meten en el cuerpo sin que te des cuenta y te explotan dentro en el momento en que reconoces el escenario y piensas: estoy aquí. Y hay que decir que todo es mucho más pequeño de lo que parece en el cine.
Y edificio a edificio, pasito a pasito, distrayendo al dragón en algún banco a la orilla del parque, observando al distinguido vecindario, bien vestido, acostumbrado, que mira con amabilidad al turista boquiabierto, nos volvemos a plantar en Columbus Circle.
Nos dirigimos a apurar la tarde con una visita rápida al Lincoln Center, que presenta un ambiente como de ciencia ficción intelectual, de puesta de sol a través de edificio diáfano que desafía a la gravedad poblado de gentes cultivadas que visten estupendamente. No tenemos tiempo más que para dar una vuelta superficial disfrutando de la atmófera, pero dan ganas de sentarse a disfrutar de la luz naranja y ver a la gente pasar. Habrá que dejar para otro día los cientos de tiendas, exposiciones y plantas subterráneas de las que nos han hablado.
A estas alturas el dragón y a me ha dejado una sensación crónica. Me he acostumbrado a él, a tenerlo ahí royendo, y empiezo a encontrar la manera de ignorarlo. Tomamos el metro hasta la porque hemos quedado en el Gershwin Theatre con María Antonia. Tenemos entradas para Wicked.
Sin darnos cuenta nos hemos dejado atrás la visita al exquisito grocery zaltar’s. Otro día, también otro día.
El teatro está todo tuneado de verde, con motivos de la obra. Recojo las entradas sin tener que mostrar tarjeta ni identificación, sólo con mi nombre y apellido mientras llegan grupos numerosos de espectadores vestidos como de baile de fin de curso dando grititos de emoción al entrar al hall del teatro.
Ahora tengo la sensación de que mi carne se ha hecho dura y el dragón muerde pero no consigue doblegarme, lo cual me otorga un valiente arrojo y me animo a acercarme andando al Radio City Music Hall mientras Andrés lee esperando a María Antonia.
Camino solo, por la 50th st. respirando hondo, sonriente, mirándolo todo con asombro nuevo, todo ello gracias a que cada vez tengo más confianza en mi victoria sobre el dragón. El cabrón se resiste, y aún 
hunde un colmillo en mi riñón derecho de vez en cuando, pero no es más que la ira del perdedor que se resiste a retirarse.

El Radio City tiene un hall al más puro estilo art decó rumano dorao que haría las delicias de la raza calé. No me dejan entrar, pero me encuentro con Raphael entre los upcoming events. Vuelvo al teatro, cada vez más vencedor y liberado, aparece María Antonia y entramos a ver el show.

En el Radio City las estrellas se anuncian en pequeñito y en dorao.
Pero si te fijas encuentras pequeñas estrellas latinas.

Noche. Wicked y sushi.

Aquí esperando en el Gershwin Theatre.

Las dimensiones del teatro son abrumadoras. La decoración, tanto la perenne como ajuar verde que viene con Wicked da ciertas pistas sobre los términos de la producción. Al subir a la primera planta te encuentras con un bar en que sirven las bebidas en vasos verdes con el logo de Wicked ante la atenta mirada de los retratos de estrellas de Broadway que dejaron algo de su espíritu en el Gershwin Theatre. Una especie de Hogwarts verde. Estamos en la fila W, bastante centrados, lejos pero con una visibilidad estupenda de todo el escenario. El telón se alza puntual escondiendo el mapa de Oz y otro dragón, el que escolta el escenario, resopla y despiden luz roja por los ojos. Comienza el espectáculo con lo que supongo es el número coral habitual del género y aparece la rubia y reluciente hada del Sur, que no es Kristin Chenoweth —la actriz que estrenó el musical y hacía primorosamente de borracha en Glee—, sino Katie Rose Clarke. Igual da porque canta igual de bien y a esta distancia no distingo los rasgos faciales y daría el pego perfectamente. Eso sí, tiene una vis cómica a lo Lina Morgan que vuelve locos a los americanos.
Ya en el descanso respiro especialmente feliz, no sólo porque estoy seguro de haberme librado del dragón, sino porque estoy superando perfectamente la prueba del idioma extranjero y mis prejuicios respecto a los musicales. Para empezar, el guión es bueno, tiene sus lecturas y sus niveles, es divertido y arrastra un discurso bastante gamberro. Una especie de elogio petardo al despotismo ilustrado en el que el pueblo es poco más que una turba subnormal que necesita de los que son superiores, de las princesas y los magos porque no sabe lo que le conviene. En cuanto a la puesta y escena no tenía prejuicios, es un espectáculo gigante.

Un espectáculo con telón.
Uuuuhuhuhh, el dragón.
Los americanos son un público agradecidísimo. Responden a cada estímulo con unas claves establecidas y reconocibles, lo cual me hace pensar cuán horrible debe ser estar en el escenario y encontrarse con una ausencia total de oooooohs, guuuuuuuaaaauuuuus y whiiiiiiiuuuus.











Al salir del teatro cogemos el metro hasta Canal St., pero antes pasamos por Times Sq., que de noche es una cosa preciosísima que te vuelve a emocionar —sí, otra vez—. Una vez allí caminamos dejando Tribeca a la espalda, calle Sullivan arriba, chapoteando en los charcos y abrazando las farolas como Gene Kelly porque Broadway nos ha poseído y el dolor de espalda kaput para siempe, hasta el Blue Ribbon (119 Sullivan St. Entre Spring y Prince), un japonés que nos han recomendado oportunísimamente. El sitio es oscuro y la música está alta, pero resulta ser bastante agradable. La comida, eso sí, es deliciosa. Cenamos los tres, con cerveza por unos 90 euros. Un par de makis cada uno y unas piezas sueltas de sushi y sashimi. 
Posiblemente menos lo que cuesta un buen japo en España. Se trata de un sitio ideal para cenar tarde, pues cierra a las 3 de la mañana. A la hora que llegamos nosotros, más de las 11, no es necesario hacer cola.


Con esta guinda y este buen sabor de boca volvemos al metro y tratamos de aguantar despiertos hasta encontrarnos de nuevo en Washington Heights.







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