viernes, 12 de octubre de 2012

Despedida de Tokyo. 5/4/2012

La intención está poco clara. Dudamos si visitar el barrio de Ikebukuro, tomando un tranvía que recorre cierta parte norte del centro de Tokio. Contemplamos la posibilidad de volver a Akihabara y Asakusa. Lo que está claro es que hay que empezar por Shinjuku, el barrio en el que estamos durmiendo, así que damos el pistoletazo empezando de nuevo por Disk Union y probando por fin los mochis de fresa —con una fresa dentro—, que después de los de tomate, eran los últimos que nos faltaban. Como buenos amantes del riesgo hemos apurado a tope para completar la santísima trinidad del mochi: fresa, tomate y limón.
Shinjuku por la mañana.

Ni un día sin hacer el ridículo.

Esto es lo más que puede uno integrarse sin hablar japonés.

Hace un día espléndido y el estado de ánimo está cargado de sentimentalismo por el efecto despedida. Recorremos Shinjuku con amor y conciencia de que recordaremos Tokio con mucho cariño cuando seamos personas mayores demasiado cansadas para irse tan lejos. El sentimentalismo nos embriaga y decidimos bajar caminando hasta Harajuku por la avenida Meji-dori. Harajuku, y concretamente Takeshita-dori está permanentemente hasta el techo de gente dejándose ver. Algo pasa en este país con los escolares, deben de tener días de asuntos propios o algo así, porque vayas donde vayas encuentras adolescentes en edad escolar vestidos en muchos casos con su uniforme, dando tumbos por la calle. Comemos en un sitio llamado Kyusyu Jangara. Viene en la Lonely Planet, pero no lo localizamos a simple vista, así que pregunto a un adolescente que me lleva hasta la mismísima puerta. Un exquisito cuenco de tallarines con huevo, carne de cerdo, verduras, miso y un poco de picante. Los tallarines son muy finos y lisos. Venden unos llaveros con forma de cuenco de tallarines, pero no compro ninguno porque la anciana que vende los tickets no me hace ni puto caso. Habla con otro empleado sin girarse a atenderme, y tras un rato de esperar decido irme. Curioso, es la única vez que me ha pasado algo así en Japón y, curiosamente, la misma mujer y el resto del staff nos han atendido perfectamente al llegar.
Takeshita-Dori.




Continuamos camino de Shibuya, haciendo una parada en otra tienda de juguetes, atravesando una zona moderniqui llena de tiendas caras de ropa juvenil, con una temperatura y una luz de sobremesa primaveral que no se la salta un gitano.


En Shibuya, tan concurrido como siempre, nos tomamos un café en el Starbucks y decidimos continuar a pie hasta Roppongi. Antes de salir localizamos la estatua del perro famosa y nos retratamos con ella. Para ir hacia Roppongi hay que rodear la entrada a la estación y pasar bajo un puente lleno de hollín en el que duermen otra oleada de mendigos de esos que no piden dinero, pero una vez al otro lado y tras atravesar una pasarela elevada en scalextric acaba uno en la acera derecha de una autovía urbana que se recorre durante varios kilómetros hasta llegar a Roppongi Hills, el proyecto urbanístico que sirvió para gentrificar el barrio, que por las noches se llenaba de borrachos, traficantes y proxenetas.
Adiós, Shibuya, adiós.


Camino de Roppongi.


Escultura grimosa en Roppongi Hills.

De Roppongi Hills pasamos a Tokio Heights, previa parada en una tienda de animales en la que venden monos tití a 6000€ la pieza. Aquí está la sede de Konami, tienen una tienda en el sótano que es un poco mierda porque no tiene nada antiguo. Toda mi esperanza era encontrar una camiseta de Maze of Galious, antecedente absoluto de Zelda, pero claro, nada de nada.

La torre Eiffel china desde Roppongi Hills.

Sakura en Roppongi Hills.


Uno de los tres pisos de la avenida Roppongi-dori.

Esto es para subir la audiencia.

A 6000€.

Parece que casi cualquier animal se puede vender en Japón.

Ya son las tantas de la tarde y estamos derrengados, pero de aquí decidimos ir hasta la torre de Tokio, la imitación de la torre Eiffel, más alta aún que el original, llegamos al anochecer y justo en el parque de al lado. Por fin, en el último día en Japón, nos topamos con la putísima sakura. ¡Sakuraaaaaaaaaaaaaaaaa! Todo el mundo se vuelve loco en el parque Shiba-koen retratando los árboles y las cherry blossom. Paramos un rato para deleitarnos en la primavera rosa y decidimos ir hasta el puente sobre el río Sumida-gawa que cruzaba mi amiga Caralt  hace 12 o 15 años, cuando vivía en Tokio. Para llegar hasta allí nos espera una auténtica epopeya, amigas.
El Anticristo es venerado en Japón.


Contraportada del libro de Guardiola.

Tokyo Midtown en Tokyo Heights. Gentrification galore.



En Shiba-koen nos pilló la sakura por los pelos.




Bien, de Shiba-koen caminamos, ya de noche, hasta Shimbashi, donde comienza una peregrinación entre rascacielos, debajo y sobre pasarelas elevadas que se trenzan con las vías del tren, sobre parques, bajo aparcamientos y atravesando la recepción de hoteles inmensos. Pura jungla urbana desprovista casi por completo de peatones. De ahí salimos a las cercanías de la lonja de pescado, donde se toma una calle transversal hasta el dichoso puente. Llegamos derrengados y observamos la paz del barrio y de los señores que pescan en pleno centro urbano. Consultamos con un matrimonio joven que pasa y nos cuentan que es mejor que crucemos del todo el puente y tomemos el metro al otro lado, en Kachidoki, hasta Shinjuku. Me sorprende que a pesar de haber recorrido 15 kilómetros el billete no resultase demasiado caro —ya sabe usted que en el metro de Tokio se paga más cuantas más estaciones recorre el viajero, de aquí debe haber sacado Espe la idea—. Volvimos hasta Shinjuku, donde decidimos cerrar el círculo cenando lo mismo que la primera noche: la hamburguesa de langostinos de MacDonnald’s.
Scalextrics de Shimbashi.




Al pie del Kachidoki-bashi.

Y a lo lejos, el puente conocido como Puente María del Caralt sobre Sumida-gawa.

Una amable pareja que hablaba inglés.


Y así, querido lector, es como transcurrió uno de los días más especiales del viaje. Este alpargatazo que nos dejó completamente derrotados pero que fue muy satisfactorio. Mi recomendación principal para todo el que visite Tokio es hacer un par de estos recorridos globales por el centro, unir varias de las zonas destacadas de las guías caminando por la superficie, sopesando las distancias y viendo lo que hay de por medio.

Tokio. 4/4/2012

El periplo hasta Tokio comienza con un tramo a pie desde el hotel hasta la estación Shinkansen de Hiroshima. Hace un día esplendoroso, ni rastro de nubes ni de la lluvia de ayer. El viaje se hace en dos trayectos, viajamos en asientos no reservados, los trenes van bastante llenos pero no tenemos problema para sentarnos juntos. En el transbordo compramos unos bentos, aprovechando nuestra última oportunidad para experimentar la costumbre local de almorzar en el tren un bento comprado en el andén. El resultado es satisfactorio, como para comerse un par de ellos.

El monte Fuji desde el shinkansen.

Desde la estación de Shinjuku —recuerden, la estación más concurrida del mundo, el laberinto en el que si te equivocas de camino puedes emerger a la superficie en cualquier parte de la ciudad— vamos caminando hasta el hotel New City, cruzando el parque Chuo-koen, donde viven muchos mendigos alrededor de sus cajas vivienda cubiertas con un toldo. El parque está limpio y no produce la menor sensación de inseguridad; los mendigos toman el sol con sus colegas y sus gatitos. El hotel tiene un tufo bastante Torremolinos 73 y no tiene onsen, pero es barato —dos noches, habitación doble por 95€—. Tras descansar un rato salimos a dar un paseo por Shinjuku. Volvemos a recorrer las callejuelas de señoritos de compañía, de karaokes y cibercafés. Compramos una mascarilla para retratarnos mimetizados con el ambiente, hacemos unas compras en el Don Quixote y otras cuantas compras en New Records, una cadena de tiendas de música y películas. La de Shinjuku ocupa un edificio entero, con una escaleray un ascensor claustrofóbicos completamente cubiertos de pósters y pegatinas, sin ventanas en ninguna de sus plantas.  En la planta de cine y música de ídem descubrimos un posible negocio para el turista que visite Tokio. El Bluray de La piel que habito (edición americana), cuesta 50€. Averigüe usted qué películas de culto están ya a la venta aquí, compre un par de ejemplares por 20€ y véndalas en Japón. También tienen una edición especial en DVD de ‘Quién puede matar a un niño’, también por 50€. Ésta sí que parece una edición japonesa.
Ya es de noche y nos acercamos al barrio gay con los siguientes resultados: es minúsculo y está desierto. Bien es cierto que es miércoles por la noche, pero oigan, un miércoles noche en Chueca la marea invertida es caudalosa, y Tokio es una ciudad de 35 millones de habitantes, ¿cómo es posible que el barrio gay consista en un pequeño laberinto de 10 calles en oscuridad? Hay algún que otro local a pie de calle, principalmente un lugar llamado Advocates Café, pequeño, en el que casi toda la clientela es occidental, una tienda de cómics y dildos. Hay que mirar hacia arriba para observar los luminosos de los locales que hay en las plantas superiores de los edificios. Osos, leones, cerdos y kanjis. Lo de los osos ya ha llegado hasta aquí —estamos ya en el ocaso de la invasión osa— ¿pero qué coño son los leones y los cerdos? Supongo que este tsunami aún tardará unos años en llegar aquí.
Cenamos tempura en un MacDonnads de tempura —¿quién puede resistirse al jap trash food?— y volvemos al hotel caminando, atravesando la zona de Nishi-Shinjuku, plagada de tiendas de electrónica y fotografía, con voceros promocionando en la puerta, y plenty of restaurants repletos de ejecutivos borrachos fumando como chimeneas, bebiendo cerveza y aguantándose unos a otros. Una zona con un ambiente estupendo, la verdad. Tomamos nota para volver a cenar mañana y, completamente agotados, conseguimos encontrar el camino del hotel tras dar un buen rodeo entre los rascacielos del barrio.
Al fondo Tokio-Tocho.

Chuo-Koen Park y los carritos de los mendigos.







Nekko Bar.

Gay stuff.

¿Qué invertidas delicias habitan los pisos superiores?

Edificio gay de arriba a abajo.

¿Seré aquí un sex symbol?

Concierto en la puerta de Disk Union Shinjuku.


Gaijin gaijin.


Miyajima e Hiroshima. 3/4/2012

A lo largo de la noche me ha parecido escuchar lluvia y truenos, y al levantarme se confirma, llueve a mares. Bajamos a desayunar y nos explican que no es recomendable subir a la montaña porque el teleférico está cerrado por viento y subir a pie es peligroso cuando llueve porque la escalera interminable de miles de escalones que conducen a la cima se vuelve escurridiza. Total, que decidimos irnos temprano a Hiroshima y aprovechar allí el día. Nos despedimos de la americana aburrida y ponemos rumbo al puerto en busca del ferry. Por el camino tenemos que parar, porque llueve del copón, y bajo el porche de una tienda vemos pasar un grupo de americanos obesos envueltos en chubasqueros de plástico de bolsa, que corren despavoridos ante la mirada hastiada de los ciervos, que no se inmutan mucho por la lluvia. Alguno que otro se acerca a ramonear en la tienda, pero la mayoría se quedan donde estaban. Supongo que cuando eres un animal sagrado te invade la pereza y prefieres esperar a que pase el chaparrón.





Adiós, Miyajima, adiós.

Desde el barco nos despedimos de la montaña con la manita, no ha podido ser. Gran pena, todo el mundo nos ha hablado maravillas de la excursión de subida. Una vez en la isla principal tomamos el tranvía que te deja en menos de una hora en el centro de Hiroshima, en la puerta del hotel, tras pasar por el parque de la Paz, o sea, donde la bomba.

¡Visite el tercer mundo, camellos, niños pobres, la Sagrada Familia!

Me he quedado con las ganas de ir a la lucha libre mamarracha.

Uno de los pocos edificios que la bomba dejó en pie.

Estas señoras tienen toda la pinta de ser víctimas de la bomba.

Monumentos del Parque de la Paz.

La llama que nunca se apaga.

La cúpula, la llama y otro monumento en línea.

Otra vez la movida del check in tarde, así que dejamos las maletas y caminamos de vuelta hasta el parque de la Paz por las ya conocidísimas calles comerciales techadas japonesas. Sigue lloviendo, así que nos vienen divinamente. Pausa para comprar una sudadera de Gotham City y llegamos al Parque de la Paz, donde, efectivamente, se respira una atmósfera bastante ingrávida. Hay poca gente y un silencio inusual en el centro de una ciudad del tamaño de Hiroshima. Paseo por el esqueleto de la Casa de Comercio, por la llama de la paz, el museo de los supervivientes y vamos a comer antes de entrar en el Museo de la Bomba. Comemos en un sitio de okonomiyaki que recomienda la Lonely Planet, un sitio barato y bien rico con todas las paredes llenas de firmas de visitantes. Entonces entramos al museo, y alquilamos la audioguía. El museo lleva unas tres horas y resulta bastante emocionante. Tiene secciones acerca de la ciudad, el antes y el después, sobre el proyecto Manhattan y la situación política, y la sección estrella: “Consecuencias de la bomba o la noche de los muertos vivientes”. Donde puedes encontrar ropa, jueguetes y bentos de los muertos. Incluso uñas mutantes y recreaciones con maniquíes con el pellejo derretido que avanzan hinchados como el vengador tóxico en busca de un poco de agua. La audioguía cuenta historias espeluznantes con nombres y apellidos, historias sobre niñas que no querían ir ese día a la escuela alegando unas décimas de fiebre y que se volatilizaron al instante porque su mamá las obligó a hacer un sacrificio por su país y levantarse de la cama. El número de historias como esta es interminable y llega un momento en que uno se rinde y decide que ya es suficiente.




Antes de la bomba.

Después de la bomba.

Una de las pocas fotos que se hicieron el día de la explosión.




A un señor le dio la radiación en el brazo y miren qué uñas.

Aquí había un tipo sentado que se desintegró y dejó su huella.

La radiación tiene efectos mesmerizantes sobre la piel humana.

Reliquias de las víctimas.

Ilustraciones de los supervivientes.

El resto del día lo dedicamos a hacer check-in y dar un paseo nocturno y cenar una hamburguesa basura y unos mochis y visitar una tienda de juguetes donde tienen un jueguecito de Mario Kart de esos de hacer carrera de bolas, como el que tenía yo de pequeño, en el que tienes que completar un recorrido a base de accionar palancas y pulsar botones con cierta habilidad sin que la pelotita se te caiga. Hiroshima es una ciudad agradable y con bastante ambientillo incluso cuando el sol se ha escondido.