jueves, 17 de mayo de 2012

Kyoto. 26/3/2012.

Hemos decidido ir a Inari a mirar al infinito con expresión meditabunda como Scarlett Johansson en aquella película sobre un gavilán pollero con el cutis fatal que se la quiere follar y la engatusa con artes oscuras en Tokio.
Recordemos que estamos en Kioto. Hemos amanecido en Kioto. Esa ciudad que se ve por la ventana al apartar la cortina en el piso 13 del hotel Aranvert Kioto es Kioto. Y en Kioto la mejor manera de moverse es el autobús. Por 500¥ te puedes comprar una tarjeta que te vale para ir y venir todo el día en autobús. Se saca en el mismo bus, al bajar, porque aquí se sube al bus por la parte trasera y se baja por la delantera y entonces es cuando se paga. Es muy curioso porque la gente no se mueve hasta que el bus se detiene. Vas en un bus lleno de gente hasta los topes, gente de pie hacinada cachete con cachete, alguno de ellos en kimono, y cuando el bus se para y sólo cuando se para pero ni un segundo antes, la persona que va sentada en la parte de atrás del todo se levanta y se va abriendo camino con fuerza y decisión a través de la muchedumbre hasta llegar a la puerta de delantera y entonces se baja del bus. Y cuando esta operación, que lleva 10 minutos de tiempo, termina, el bus continúa su camino. Cosas de la civilización.
Tras pasar un ratito por el Japan Post de la estación para sacar pasta del ATM —sólo te dejan sacar 10000¥ de una vez, pero puedes sacar varias veces al día— y comprar el desayuno en el 7eleven —un bizcocho gigante de té verde con pepitas de choco y forma de triángulo— nos ponemos en la cola del bus que lleva a Inari. Es una de las líneas principales, pero de la estación hacia el sur sólo sale uno por hora, así que nos pasamos un buen rato esperando.
El bus te deja junto a una estación JR y el barrio tiene el mismo aspecto que el de ayer en Arashimaya. Zona urbana alrededor de la estación que se va difuminando conforme se avanza por la calle comercial. Inari es ese lugar en el que miles de toris colorados forman pasadizos hasta la cima de la montaña. Ya sabéis, el sitio por el que paseaba Scarlett mientras el gavilán iba a trabajar. Pero no el sitio de las zamburgesas, sino el otro. Creo que también salía en memorias de una Geisha, película que, por supuesto, no he visto. Se conoce que un señor adinerado le dio por poner unos toris aquí, como cuando en nuestro pueblo le da al cacique por comprarle un manto a la Virgen de la Cabeza, y a todo el mundo le dio por imitarlo.

Primer tori junto a la estación y señoras enloquecidas por los dulces.
Toda excusa es buena para hacer el ridículo.

O hacemos el ridículo todos o no hay trato.

Por aquí corría la pequeña niña que quería ser puta. Digo geisha.

No miren a las corrupias a los ojos.

Se van a cagar cuando tengan que subir hasta aquí el día de todos los santos.

El caso es que se empieza por el templo al pie de la montaña y entonces sube uno la escalinata bajo los toris y va pasando varias bifurcaciones sobre las que decide al azar y acaba en un mirador en el que unos carteles advierten que hay que tener cuidado con los monos salvajes, que son corrupias y no conviene aguantarles la mirada. Además dice que si se arriman les tires piedras porque puedes salir de allí como Ángel Cristo.
Por el camino hay varios cementerios bastante molones entre cuyas tumbas y mojones te puedes escabullir, y al final de todo llegas a la cima, desde la que se contempla la ciudad a solas, a excepción de un señor que hace estiramientos. Puede que lo haya contado ya, pero los japoneses, cuando esperan el bus o llegan a un claro o no tienen nada que hacer, se ponen a hacer flexiones y estiramientos acompañados por grititos marciales así como manifestación de vitalidad y entusiasmo. Son graciosísimos los jodíos.
A partir de aquí nos perdimos. No sé en qué momento tomamos la bifurcación mala, pero bajamos la montaña por el sitio que no era. Lo sabíamos porque no había nada y sentíamos la mirada de los monos salvajes en la cocorota. El camino se estrechaba, los toris estaban cada vez menos cuajados y pasamos junto a una cabaña y un riachuelo y al final sólo había verde. Siguiendo el caminito alcanzamos una calzada y empezamos a escuchar gritos en grupo, rollo deportista. Al rato vimos acercarse dos figuras de blanco. Venían corriendo. No huyendo, sino corriendo; por deporte. Eran dos mozuelos vestidos de jugador de baseball. Qué monos son los puñeteros, siempre con sus uniformes tan arregladitos. Al rato empezaron a aparecer las primeras casas y siguieron viniendo muchachos disfrazados de jugador de baseball, siempre por parejas. Y cuando ya la zona era definitivamente residencial y vimos venir otra pareja de corredores decidimos preguntar por dónde coño se iba a la estación. Esta vez venía la pareja buena, un gordo y un flaco que en vez de correr venían andando porque como es natural, cuando el profe no te ve hay que parar de correr. Me cayeron bien por pura identificación, claro. Parecían talmente escapados de Sinchan, y no me acuerdo cómo conseguimos hacernos entender, pero nos indicaron el camino. Tras preguntar un par de veces más acabamos en la estación que no era, junto a un hospital enorme en una zona ya completamente urbana. Rápidamente lo identificamos en el plano, así que decidimos pasar del transporte y seguir andando hasta la zona sur de de Higashiyama sur, que es la que teníamos prevista para la tarde.
Caímos en la trampa del fake food y nos comimos una tortilla de arroz como la que vimos hacer con gran virtuosismo en Tampopo en un restaurante regentado por dos viejos en el que dos señoras fumaban mientras una niña pequeña correteaba por allí. Recuerden, no se puede fumar en la calle pero sí en los restaurantes.
Tortilla de arroz. Esta misma noche me hago una.

Adviertan ustedes que con la sal y el aceite te ponen un mechero.

En la zona de Higashiyama fue donde pasamos toda la tarde y donde acabé completamente agotado. Dejaré que las fotos hablen por mí. Con decir que seguimos una ruta a pie que marca la Lonely Planet, que fue un paseo maravilloso en con el que Kyoto me realmente conquistó y contar el episodio de los globos os podéis dar con un canto en los dientes.
Mozuelas uniformadas salen de la universidad femenina.

Vista de la pagoda de Kiyomizu-dera desde Chawan-zaka.

Kiyomizu-dera

Un poquito de Sakura en Kiyomizu-dera.

Shanen-zaka desde Kiyomizu-dera.

Shanen-zaka

Ninen-zaka

Fake geishas en Ninen-zaka

Ishibei-koji

Maruyama-Koen. Y la puta Sakura sin estallar.

En Chion-In, el templo con la puerta más grande de Japón, apareció una marabunta de niños con globos. Esperaron cinco minutos, contaron hasta no sé qué número y soltaron todos los globos a la vez. Fue un momento mágico, tía.  Una flota de globos sobrevolando la puerta esa enorme y estos niños tan graciosos todos flipando y mirando para arriba. Haceos cargo de la gracia que me hacen los japoneses. Es algo inexplicable, pero me hacen gracia todo el día. Es como ver a Chiquito, no hace falta que hagan nada, me hacen gracia y ya está. Así que imaginad estar allí delante de 200 niños japoneses soltando globos y mirando para arriba. La cosa más entretenida del mundo.
Puerta del Chion-In.

Una campana que hay por los alrededores.

La cuadrilla de los globos.




Mia qué cromo.

Encontrándome ya en un estado físico lamentable por tanto deambular por tiendas Ghibli y superar la tentación de entrar a que te hagan la ceremonia del té no nos quedó otra que ir acudir a un sento. Escogimos el Funaoka Onsen, que según la lonely planet es uno de los más antiguos de la ciudad y tiene en su vestuario unas tallas de madera de la época de la invasión de Manchuria que no se las salta un gitano. Pillamos el bus hasta Kuramaguchi-Horiikawa y dimos con el sento, sito en un barrio de casitas bajas, tras preguntarle a un señor ejecutivo que se puso bien contento cuando vio que dos turistas querían catar la tradicional costumbre japonesa de bañarse desnudos ante desconocidos. Enjoy, nos dijo para despedirse.
Al entrar se dejan los zapatos en unos casilleros y te compras una pastilla de jabón y te alquilas una toallita de unos 30 por 20 centímetros. Todo con la entrada incluida por menos de 500¥. La señora, que tiene más años que un olivo y habla inglés mucho mejor que la recepcionista con patas de mosca por pestañas del Aranvert, te indica que sigas por la puerta de la cortinilla azul si eres hombre o por la roja si eres mujer. Entramos por la azul al vestuario, donde hay unos lavabos, secadores de monedas, un asiento masaje también de monedas, una báscula, un tigre y las taquillas donde dejar ropa y pertenencias.
Efectivamente, allí están las tallas de madera de marras. Representan escenas de guerra, pero de guerra siglo XX, con sus armas de fuego y sus cañones, y luego hay otras con las clásicas garzas y tigres y dragones. Hay un señor haciendo un par de fotos de extranjis, con una cámara desechable de carrete, así que aprovechamos nosotros para hacer un par de fotos también. El resto de la concurrencia está cambiándose para entrar o salir.
Foto robada de los ranma del Funaoka Onsen.

Repasemos una vez más el protocolo del sento y onsen japonés, no vaya a ser que alguno vaya con la bermuda tobillera y lo linchen. Primero, hay que entrar en pelotas, está prohibido entrar con traje de baño —no me digáis que no es absurdo seguir diciendo traje de bañodespués de la década de los 60— porque evidentemente es una guarrada meterse en agua que vas a compartir con una tela que a saber lo que lleva en sus adentros. Segundo, si tienes tatuajes te los tapas, porque en Japón el tatuaje es cosa de yakuzas y gentuza —como debe ser, no como aquí, que el más dócil y el más gaviota lleva tatuajes y así le han quitado toda la gracia— con lo que en la mayoría de sitios no te van a dejar entrar. Hay que ducharse a conciencia, a dolor, ahí con exceso de jabón y que te vea todo el mundo. Pero sobre todo, hay que ducharse ANTES de tomar el baño, no después. Ahí en la ducha, sentado en tu taburete, te duchas, te afeitas, te lavas los dientes y acabas con toda la mugre y materia sobrante de tu cuerpo como si fueses a yacer con un enferma de hipersensibilidad polialérgica y síndrome de huesos de cristal. Luego ya como los chorros del oro te metes en la bañera y ahí te las den todas.
En el vestuario hay una puerta que conduce a un pasillito para amortiguar el cambio de temperatura con otra puerta que conduce al sento en sí mismo considerado. Y cruzar esa puerta,  repito amigos, cruzar esa puerta, es como hacer el time warp again.
Armado solamente con tu toallita y tu pastilla de jabón cruzas esa puerta. Lo primero que haces es cerrarla tras de ti, a ciegas, porque el vapor no te deja ver más allá de dos pasos. Y avanzas tanteando con las manos, entre siluetas fantasmales desnudas, entrando y saliendo de curiosas bañeras de azulejos, madera o piedra.  Son fantasmas que pueden ponerte los pelos de punta. Seres delgados y encorvados como una integral bajo un chorro de agua que cae del techo y chorrea por su piel cerosa hasta una bañera de obra. Al otro lado, un japonés orondo, preto y brillante como una marsopa se desliza como el conde Drácula y te sonríe como si tal cosa antes de desaparecer en la niebla llevándose consigo un enorme penacho espeso de pelo púbico. Fantasmas aquí y allá, algunos parecen acuclillados, pero están sentados sobre un taburete, afeitándose las orejas o frotándose la espalda con su toalla enjabonada. Consigues dar con una ducha libre y te sientas sobre el taburete de madera, y mientras te echas por encima un par de barreños de agua caliente observas de reojo a la mismísima momia de Fu-Manchu, que sentada a tu lado se pasa una maquinilla de afeitar por el cráneo, que parece que le asoma a través de un pellejo apergaminado lleno de lunares y rotos, y la maquinilla hace un ruido chirriante al raspar, como si estuviese restregando el pie de una farola. Y comienzas a deambular de un baño a otro, ya limpio y embriagado y acostumbrado al vapor. Hay una bañera de agua oscura, como si viniese del centro de la tierra cargada de mineral, tan profunda que estando de pie te llega el agua a la barbilla. La siguiente, azul piscina, más caliente aún, tiene unos agarradores para que no te lleve la corriente del par de chorros a presión que salen a la altura de los riñones. Si te dejas llevar por los chorros, al otro extremo, un cartel advierte en inglés y japonés que los débiles de corazón no deben estar allí; hay unas placas metálicas colocadas en paralelo a ambos lados y conectadas a un generador eléctrico. Un señor mayor se sienta, cierra los ojos y deja que la electricidad recorra su cuerpo durante varios minutos. Cuando se marcha intentas ocupar su lugar, pero no consigues aguantar más de treinta segundos. Los pelos se erizan como clavos y cuesta bastante trabajo doblar las extremidades en medio de la corriente eléctrica. Una pequeña bañera en la que sólo caben dos personas está vacía y nadie se acerca a ella. Te dispones a averiguar por qué y el agua te escalda en un instante. Al fondo hay una sala con una enorme bañera de madera que te tienta con la humedad y el calorcito uterino primigenio y te sumerges en ella y por fin está a la temperatura justa y suspiras y cierras los ojos y entonces te das cuenta de lo cansado que estás porque te duelen los 236 huesos del cuerpo y los músculos te palpitan como el queso en una pizza. Y cuando te has instalado y confundes el dolor con el placer abres los ojos y ves que toda la estancia está forrada de madera y que al fondo hay dos jóvenes fornidos y con los lomos y las espaldas completamente tatuados de una manera que te resulta familiar. Y cuando te miran caes en la cuenta de que se supone que no dejan entrar tatuados y de que allí en la sala de madera sólo hay gente tatuada y tú y de que te están mirando dos yakuzas y el conocimiento te la pone dura y el miedo te la encoge, así que se te queda como estaba, que no está nada mal por el calorcito y la comparación con la genética asiática. Así que, oops, dejas pasar un tiempo prudencial y sales disimuladamente y entonces lo ves: el baño exterior. Hay otra puerta que conduce a otro pasillo que conduce a un patio externo donde hay un baño de piedra al aire libre con dos cascadas, una fría y otra caliente. Y por supuesto respiras el aire fresco y limpias el vapor que te encharca los pulmones y se te pasa un poco la embriaguez y te da la euforia y te alegras de haber venido a este sitio más que de cualquier otra cosa que hayas hecho en todo el viaje —salvo quizá algunas cosas de comer— y te metes en el agua caliente con la cabeza fría y te sientes de puta madre. Y ya sólo te queda darte un remojo frío y volver al vestuario y pesarte  y vestirte con muchísimo esfuerzo, porque no recuerdas haber estado tan cansado nunca en tu vida y hasta te da un mareo cuando levantas la cabeza después de atarte los cordones.
Tal cualito iban los señores yakuza.


Y una vez en la calle nos compramos un té con chocolate y con leche que me supo a gloria, pero coño, qué agotamiento, qué trabajo me costó llegar al bus, en qué estado de trapo empapado te deja esto del sento tras unos días de turismo intensivo. No sé cómo acabamos en un autobús que nos llevó al centro y se hizo de noche y preguntando a una mujer guapa rabiar e impecablemente vestida fuimos a comer a ese sitio donde hacen los mejores soba de Kioto, fabricados a mano según la misma receta desde hace trescientos años. Misoka-an Kawamichi-ya, un sitio con su patio y su fuente zen de esas en que una caña sube y baja conforme se llena y se derrama de agua. Nos hicieron pasar a través de varios salones hasta una habitación con suelo de tatami en la que encendieron una estufa de petróleo y nos dejaron solos a puerta cerrada con un timbre para llamar cuando estuviésemos listos. Aquí nos apretamos una tempura que no sé yo si será la mejor que he probado y unos soba con sopa riquísimos —los soba baratos, la tempura cara—. Y de ahí salimos en un estado lamentable que nos dio justito para entrar a tomarnos un café de naranja riquísimo al Starbucks (aquí es mejor ir al Starbucks o mejor al Tully’s porque en cualquier café te cobran igual y es una mierda) y arrastrarnos hasta el hotel donde ya sólo hubo ánimos para ver las fotos y beberse unos vasos de agua helada porque no vas a dejar pasar la oportunidad de salir al pasillo del hotel en yukata con una cubitera vacía en busca de la máquina de hielo.

Mirad qué pelo de gilipollas se te queda después de visitar un onsen.


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