martes, 3 de julio de 2012

Kyoto. 29/03/2012


Subimos andando hasta Shijo-Dori y desayunamos un café caliente con naranja en el Starbucks. El tiempo ha cambiado, hace un día primaveral, soleado y con una temperatura magnífica, casi sobra todo lo que no sea una manga corta. Mientras miro por la ventana y sorbo café ardiente me doy cuenta de que estoy en ese momento en que el cuerpo ha comprendido que esto se acaba y trata de avisarte con una sensación crepuscular muy reconocible. Cuento con los dedos los días que quedan para ubicarme y salimos en busca del bus.


Hoy toca el templo dorado, Kinkaku-ji, por la mañana. En el bus hace un calor terrible y unos guiris abren la ventana que no dura mucho abierta porque un nativo se levanta y la cierra siguiendo la orden de su madre, una señora que va con bufanda. Al bajarse del bus lo primero que hace la muy zorra bajo un sol serio es acomodarse la bufanda y apretarse un café ardiendo en lata.
Los jardines del Kinkaku están llenos de cerezos con los capullos a punto de explotar. Todo el mundo se acerca lentamente, los alcanza con la mano y lamenta que no se hayan abierto aún. Tras recorrer el complejo y pasar por la zona comercial (donde probamos las bolas de arroz cubiertas de pasta de té verde y los deliciosos cacahuetes con wasabi) volvemos al bus y nos encaminamos hacia el castillo de Nijo.
Puta sakura.

Se trata del castillo de Kyoto (entrada 600¥) y dentro, traspasadas las murallas, jardines y zonas militares está el palacio, que se puede recorrer en chanclas provocando ese pequeño chirrido a cada paso. Bajo los tablones del suelo instalan unos cacharritos metálicos, una especie de muelle, que provoca un ñiqui ñiqui para denunciar la presencia de intrusos.


El palacio se va recorriendo de manera circular, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, pasando de estancia en estancia, que se contemplan desde los pasillos que las circundan. En cada una de ellas se explica para qué se usaba (para recibir a los señores menores, otras para los mayores y hasta las estancias familiares), incluso con la presencia de maniquíes, y qué artista es el autor de la decoración (fundamentalmente pinturas de las paredes).
Tomamos un bus hasta Higashimaya norte para comer en un sitio que recomienda la Lonely Planet, pero no llegamos a tiempo y comemos en el primer sitio que encontramos unos udon con sopa y unos nabos encurtidos bastante corrientuchos. Al salir, compramos unos mochis con forma de pañuelo que están exquisitos y aprovecharnos para ponernos morados con las muestras gratuitas. Spanish way of life es aprovechar que esa señora se ha agachado en busca de una bolsa para llenarse la boca de mochis de muestra.


De nuevo un bus hasta el templo de plata, Ginkaku-ji, pero no entramos porque hay que pagar y estamos un poco hasta las narices de templos. Nos disponemos a recorrer el Paseo de la Filosofía, lleno de casitas que ofrecen pequeños negocios de cafés o souvenirs, llena de bancos a la vera del canal, y de gatos echando la siesta en los bancos y curiosamente con muy poca gente. Recorrer el Paseo de la filosofía con la sakura debe provocar la muerte por diabetes, te debe garrapiñar las almorranas, así que a lo mejor hemos tenido suerte.



Bajamos paseando por una zona residencial hasta el Museo Municipal de Arte y el zoológico, una zona de anchas avenidas y edificios de aspecto imperial comunista de cemento,  hasta Shijo-Dori y la zona de las geishas. La tarde ha estado marcada por el canturreo de Cántame, el gran hit de María del Monte, y su secuela “te quiero cantar”, rememorando aquel viaje a Galicia del que fueron banda sonora inesperada.
 

Desde un escaparate sentimos la llamada de la fake food again. Una inmensa copa llena de bolitas de arroz, gelatinas, nata, té verde y trocitos multicolor de bizcocho nos tienta. Con la panza bien llena continuamos hasta los alrededores de Shinbashi-dori, una calle encantadora y laberíntica, hasta el cruce con Kiri-doshi, en el que nos tompamos de golpe con una garza, un restaurante que exhibe fugu vivo en un acuario y unos novios se retratan vestidos de lagarterana; todo junto.

Jrepújulo en Shinbashi-dori.

Un mundo ideaaaaaaaaaal.



Desde ahí avanzamos, ya con la luz crepuscular, hasta Hanami-koji, el barrio de las geishas, donde los turistas hacen guardia y merodean armados con enormes objetivos a la caza de la foto de las delicadas criaturas. El barrio está repleto de restaurantes con un aspecto que va más allá de lo refinado y apetitoso, lugares en los que da la sensación de que entrar sería un sacrilegio. Curiosamente, hombres trajeados con aspecto de trabajar o poseer esos locales te saludan al pasar.

En uno de los callejones nos topamos con un señor que sale con una geisha a cada lado, a lo Jesús Gil. Una señora les hace una foto a los tres juntos y ellos posan. Ellas con el rostro petrificado, donde lo único vivo son los ojos, quietas y serias como estatuas me permiten verles la nuca, la única parte de su cuerpo que no está cubierta por la espesura del kimono o el maquillaje. De repente una de ellas ríe, no como una persona, por supuesto, sino como un demonio, con la risa cristalina y maligna de una criatura pagana del bosque. La ráfaga de su risa dura un instante y vuelve a petrificar su rostro. La muy zorra sabe como impresionar a un turista.

Tras tachar de la lista de cosas que uno debe hacer antes de morir la línea que dice “ver geishas”, paseamos plácidamente, ya de noche, de vuelta al hotel, parando en el 7eleven a comprar unas salchichas y unos tallarines para tomar en el hotel. Me despido del onsen del piso 13 del hotel Aranvert Kyoto y hago las maletas antes de irme a dormir.

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