sábado, 24 de marzo de 2012

Tokio, día 1. 18/3/2012. Harajuku, Shibuya y Akihabara.

Es imposible tener un vuelo cómodo a no ser que el avión vaya medio vacío o viajes en business. Yo una vez (léase con acento danés y sonando música de Barry) viajé en business... Pero ésa es otra historia.

Calculo que desde que salí de Madrid habré dormido menos de tres horas. A mi lado iba un japonés que ha pasado ese mismo tiempo despierto, el resto del vuelo ha estado vencido hacia delante, con la cabeza colgando como una marioneta. Yo lo atribuí a un talento particular, como esta gente que es capaz de hacer el saludo klingon sin que se le separen los dedos anular e índice, pero después he descubierto que es una ventaja genética de los japoneses; son paticortos, no tienen culo y tienen el pito modelo percebe, pero lo compensan con pingües ventajas como ésta de poder dormir echados para delante. Pero ya os explicaré, que vuelvo a reincidir en los flash forward.

Tierra a la vista.

Aterrizamos y hace un día nublado total, llueve un poco, pero la temperatura no es muy baja. El aeropuerto de Narita está bastante tranquilito este domingo por la mañana, al menos la parte que he podido ver. Hay que rellenar unos formularios en los que te preguntan cuánto dinero tienes y si traes perfumes o tabaco y luego pasar la aduana donde un señor muy amable te pregunta si eres un turista. Ahí te hacen fotos, te toman las huellas dactilares y hasta tienes un arsenal de gafas para que puedas cumplimentar los formularios aunque no veas ni gota. Gafas ahí puestas sobre un mostrador, esto ya nos dice mucho sobre la idiosincrasia del lugar.

Las primeras tomas de contacto con el inglés local son sobrecogedoras. Estamos en el aeropuerto y la señora que coloca a los viajeros con pasaporte no japonés dice algo así como thidirzti señalando a la puerta número treinta y tres. Eso sí, son todos muy amables, sonríen y te señalan todo el rato por dónde tienes que pasar haciendo reverencias con la cabeza. Cuando uno termina con toda esta pejiguera tiene las maletas esperando en la cinta, las coge y se pira en busca de la oficina del Japan Rail Pass.

Damos con la oficina sin dificultad en este aeropuerto sorprendentemente práctico y nos topamos de nuevo con esos cuatro botarates españoles. No os he contado el espectáculo que ofrecieron al encender los teléfonos antes de que se abriesen las puertas del avión y la preocupación tremenda que tienen por la posibilidad de que se les conecte a internet y les cobren un dineral. Por alguna razón no contemplan la posibilidad de apagar los putos teléfonos y encenderlos sólo cuando tengan que hacer una llamada. Yo desde entonces, cada vez que me encuentro con un templo sintoísta o budista (soy incapaz de distinguirlos) echo una moneda, hago la referencia y doy dos palmas pidiendo a quien sea menester que cuando Barbi y sus secuaces (así es, la gallina alfa se llama Bárbara y la llaman Barbi) vuelvan a España se encuentren con una factura de 1700€.

La oficina del Japan Rail parece de cuando la segunda guerra mundial. Hay dos empleados que lo hacen todo con una parsimonia de época. Todo a mano, comprobando mil papeles, rellenando formularios por triplicado y separando las copias de calco en diferentes bandejitas. Ya parece claro que vamos a perder el Narita Express y habrá que esperar al siguiente. Uno de los que hacen cola delante de nosotros hace una pregunta en inglés y el joven funcionario se queda a atrancado con cara de pánico. Saca un walkie y dice algo. Al poco aparece una señorita uniformada muy mona que parece que sí habla inglés, le hace de interprete y lo acompaña a coger el NEX. Decido preguntarle algo a esta señorita con el propósito de ahorrar tiempo y me pide que la acompañe hasta otra oficina donde nos atienden inmediatamente. Allí un señor tremendamente amable y sonriente nos hace los JR Pass con gran diligencia, nos da los pases para el NEX y yo pronuncio por primera vez la palabra arigato con catastróficos resultados. No sé qué sagrada ley preternatural rompí en ese momento, pero un trueno debió de sonar en el exterior y yo al girarme arrasé con la mochila y tiré al suelo todas las maletas ofreciendo un gag Pepe Viyuela style que provocó en todas las señoritas japonesas presentes esas risas que son una mezcla de resuellos y chilliditos que emiten mientras se tapan las boquitas con una mano. Imagino que les ha quedado la rémora de tantos siglos de comportarse como fantasmas silenciosos. Mientras tenía lugar todo este episodio, la maldición alcanzó a nuestros JR Pass. Ya vuelvo a reincidir en el flash forward. Ay.

En el andén del NEX se produce la primera toma de contacto con las máquinas de vending, pequeños modelos a escala de la ciudad de Tokio que escupen bebidas calientes o frías por la misma boca y donde puedes encontrar variedad de bebedizos con o sin cafeína, con leche, con gas y con sabor a casi cualquier cosa. Es curioso observar la escasez de cocacola tanto en estas máquinas como en las neveras de las tiendas 24 horas que hay por todas partes. También tenemos la primera toma de contacto con las mascarillas. Las lleva más gente de la que esperaba, hay quien dice que las llevan cuando están enfermos, para no propagar las miasmas, pero yo creo que la mayoría la llevan por simples rechazo al contacto con el prójimo.

El NEX es un tren lujoso. Entre las rodillas y el asiento delantero queda medio metro de distancia y la limpieza es absoluta. Los monitores ofrecen noticias del mundo, información meteorológica y planos de la próxima estación en japonés e inglés para que puedas hacer transbordo con toda la facilidad posible. El transbordo en la Tokio JR Station es sencillo y está bien señalizado, llegamos a Okachimachi y, gracias a las indicaciones precisas de Maikol Ichiban, que yo he imprimido diligentemente en un papelito, encontramos el hotel en un periquete.

Son algo más de las 10 de la mañana. Aquí el check in es a las 3 de la tarde, así que dejamos las maletas en recepción y les pedimos que avisen a la habitación 411.

-Ohhhhhhh, frendo?- dice el señor Sato, agradablemente sorprendido por el congreso de españoles en su hotel.

Miguel nos lleva a desayunar a una cafetería y nos cuenta que sale más barato una palangana de ramen con tempura que un café. Nos cuenta muchas cosas más sobre el comer y el cenar barato deliciosas guarrerías de las tiendas 24 horas, sobre nuestros próximos destinos que él ya conoce y sobre lo que planeamos visitar estos tres días en los que vamos a coincidir. Ana se une a la expedición y ponemos proa rumbo a Harajuku.

El paisaje desde el tren, sobre las vías elevadas, es muy distinto del que se aprecia a pie de calle. Desde arriba la vista está dominada por edificios verticales que se pierden por debajo y los carteles y neones que recorren el edificio desde la base hasta la cima, indicando qué negocio se aloja en cada planta. De vez en cuando las torres dejan un respiro y puede verse, en los dos segundos que tarda el tren en cruzar, una avenida envuelta en neón y atestada por la marabunta.

A pie de calle hay una curiosa mezcla de comercios que se intensifica a medida que las calles se acercan a las vías elevadas del tren. Comida por todas partes mezclada entre supermercados, tiendas de calzado deportivo, jewelry exchange, y 7 elevens. En cada esquina hay una máquina de vending entre las cortinillas de dos restaurantes repletos de señores sorbiendo tallarines hocicados en una barra.

El tren urbano va en silencio casi absoluto, la gente aprovecha cualquier tiempo muerto para dejarse caer como marioneta con los hilos cortados y sobarse un rato. Parece que no nos miran mucho y hasta da la sensación de que evitan sentarse a nuestro lado. Las mascarillas consiguen un efecto aséptico que te hace sentir culpable por toser y casi hasta por respirar. Alguien se ha dejado un paraguas transparente y decidimos cogerlo porque parece que la gente los deja para que otro los aproveche, igual que los tochos de manga semanales que lee hasta la gente mayor, como si fuese el 20minutos. Venden estos paraguas de plástico transparente de 60 centímetros de diámetro por 400¥ en cada tenducha.

Al llegar a la estación de Harajuku sorprende encontrar un sitio tan despejado y verde. Los edificios son bajitos y a espaldas de la estación se extiende un parque con aspecto de bosque. Toda la estación está plagada de mozuelas vestidas a lo Candy Candy. Y no sólo mozuelas, hay familias enteras tuneadas y hasta llevan a los bebés disfrazados de oso o castor. Avisto un señor con un hermoso traje de terciopelo azul acompañado de toda su familia. Repito, un traje de esplendoroso terciopelo azul, como el telón que cae al final del episodio musical de Buffy, cuando sucede ya sabéis qué.

Todo el mundo va con el teléfono en la mano y del mismo cuelga siempre algún adorno. Los venden con una clavija minijack para que se los pinches como una banderilla. Algunas llevan hasta un peluche colgando del móvil, y son bastante comunes las uñas de gelatina con pedrería y bajorrelieves que harían las delicias de Alan Moore y Adriana Lacerva. Las hay que esperan en una esquina entretenidas con el cacharro, las hay en grupo riendo y comiendo algo frito pinchado en un palo, y las hay que deambulan agarradas al paraguas, pero aquí viene todo el mundo a dejarse ver y lucir el modelo.

Están de moda las mechas castañas. Todas llevan el pelo del mismo color y cortado prácticamente igual en un deliberado intento de occidentalización que completan con pestañas postizas y pintándose como puertas. Taconazo y el pataje torcido son tendencia. Hemos llegado a la conclusión de que caminar con las rodillas juntas y las puntas de los pies hacia adentro debe percibirse como algo sexy por el ojo japonés, tal vez se trate de la última aldea que resiste el asedio invasor en el país del cuerpo femenino nipón. El caso es que todas caminan como puta por rastrojo y creo que empiezan forzándolo pero acaban quedándose patizambas. Total, que la revolución femenina ha quedado, como en todas partes, en una manifestación grotesca que convierte a las mujeres en espantapájaros sexis dejando en segundo plano la comodidad y lo práctico. También como en todas partes, no sucede sólo con ellas, aunque aquí en Japón la distancia entre hombres y mujeres es galáctica. Ellas son monas, he de reconocer yo que no soy muy fan de la fisionomía oriental; sería más correcto decir que van monas, ellos en cambio son unos fistros. Me llama la atención la cantidad de problemas graves que tienen con el cutis y la dentadura, alcanzan a menudo la categoría de escamas y fauces. Es curioso que con todo el tiempo y dinero que dedican a lucir producidos no se tomen la menor molestia para arreglarse la boca.

También es verdad que esta tendencia a la muñequización o plastificación sienta bien a las chicas, pero muy mal a los chicos; ésta es mi opinión, pero hay quien está muy a favor de lo andrógino y lo hiperbolesbelto en el hombre. A mí me recuerdan a los extraterrestres que salen fumándose un porro en los mecheros que venden en las tiendas rastafaris, pero con una peluca hentai. De todas formas aquí en Harajuku y Takeshita-Dori reinan las chicas, los chicos deben andar por otra parte.

Decidimos meternos en el parque Yoyogi, en el que dice la guía que está el templo sintoísta más importante de Tokio, el santuario Meiji, y donde suelen reunirse grupitos de japoneses tocando en directo disfrazados de rockabillies. De estos señores no encontramos rastro, pero el parque está bien hermoso con su llovizna y sus graznidos de los cuervos. Llegamos hasta el templo dejando a un lado los clásicos montones de barriles de sake, cruzando un par de puentes, y encontramos una boda. Menudo acierto en el primer templo. Ya sabéis lo que dice todo el mundo cuando anuncias que vas a Japón, vas a acabar de ver templos hasta los cojones. De momento me llena de regocijo esta liturgia de lavarse las manos y la boca antes de entrar y de hacerle el pasillo a los novios y observar a los locales echar su moneda y dar las dos palmaditas antes de hacer la reverencia.

Volvemos a Harajuku y cruzamos Takeshita-Dori, la calle galería principal. Viene a ser la pasarela por la que desfilan las cosplayers y en la que venden toda clase de artículos inútiles y fascinantes para lucir. Por ejemplo la gorra de Wario o ropa para mascotas. Es una calle peatonal y estrecha entre edificios de dos plantas. Mucha puntilla en vestidos y sombrillas, mucho color pastel y frufrú de miriñaques, mucho rabillo del ojo frenético en busca de miradas furtivas que justifiquen el inmenso trabajo que se precisa para poder lucir así los domingos por la tarde aquí en Harajuku.

Comemos en un puesto de tallarines tailandeses a pie de calle. Está aislado por unas cortinas de plástico y tiene seis mesas dispuestas en torno a una estufa a toda potencia. Los tallarines son baratos, enormes y picantes como cuplés, así que nos marchamos sin haber terminado con toda la comida. Decidimos buscar unos mochis de postre y acercarnos caminando a Shibuya, el cruce más transitado del mundo. Por el camino cruzamos una zona comercial de edificios altos y espectaculares. Casi todo son tiendas de ropa de marcas. En algún momento hay que hacer un alto porque Andrés se ha dejado la Lonely Planet en el restaurante. Lo esperamos echando un vistazo en un Seven Eleven, que son lugares hipnóticos repletos de estanterías y estanterías de apetitosas guarradas de colores. Bebidas, yoghurts de aloe vera, tallarines, bocatas de fresas, bocatas de espaguetis, patatas fritas sabor guisante, empanadillas al vapor, helados de té verde, bollería de colores pastel preciosa de ver y mejor aún de comer... Pero no hay que dejarse arrastrar por los cantos de sirena, volvemos a la calle y Andrés vuelve sin la guía porque no ha podido encontrar el restaurante. Volvemos todos tras encontrarnos con unos cuervos enormes con el mismo corte de pelo que Kurt Rusell en aquella película en la que abrían un portal espacio-temporal y se presentaban en un planeta dominado por un cacique egipcio travestido.

Recuperamos la Lonely Planet (me cago en la puta, todo eran señales) y vamos a Shibuya. Aún es de día, pero el lugar ya es bastante espectacular y desquiciante. Los vídeos en las fachadas tienen audio de soniquete de jap jingle todo a la vez, así que podéis figuraros el bombardeo que sufre la cabeza pasando por aquí. Entramos a un Taito Center donde un monumento reina sobre todos los demás, el arcade de Mario Kart. La verdad es que nadie le hace ni puto caso, están todos jugando a esa maquinita de los bongos cuya mecánica parece ser la misma que el hit de NDS, Elite Beat Agents. También triunfan bastante las maquinistas de intentar pescar con un gancho un chisme de un montón. Casi todo son chicas en la primera planta (tiene seis), e incluso hay un apartado en el que no pueden entrar chicos si no van acompañados de una chica y donde hay unos fotomatones siglo XXI que te retratan y te dejan un minuto para tunear la foto con los más locos y epilépticoinductores efectos. Todas las plantas superiores están dedicadas al Pachinko. Ah, el Pachinko no tiene explicación. Pantas y plantas recorridas por laberínticos pasillos de ruido ensordecedor. El Pachinko es la cosa más violenta que he visto en mucho tiempo, las víctimas se sientan delante de esa pantalla pinball y se colocan al lado cajones llenos de bolitas metálicas, pacidas a los cojinetes de las ruedas, y las van echando por un embudo. Las bolas caen por una superficie que gira alrededor de una pantalla que emite imágenes tan agresivas como el sonido y que deben insuflar algún hórrido mensaje subliminal en el celebro japonés. Ya sólo subir y bajar una planta tras otra marea y resulta insoportable. No puedo ni imaginar en qué condiciones mentales deben estar las chicas que trabajan aquí, teniendo cuidado de abastecer de bolas a los ludópatas, para que no se queden sin suministro y tengan que apartar sus ojos de esta aberración que gira sin parar. Cada vez que te cruzas con una te invita a tomar asiento con el característico lenguaje señalador que utilizan aquí para todo. Se pasan el día señalando a lo Esperanza Gracia, con calmados movimientos de brazos y utilizando toda la mano, nunca el dedo, por dónde debe uno pasar o colocarse a esperar.

Del Pachinko pasamos al ABC Mart, una franquicia de calzado deportivo, donde probamos a preguntar por las Converse Mario Bros. que salen a la venta este mes sólo en Japón. Pues bingo, a la primera las encontramos y las adquirimos tras un par de minutos de valoración ficticia de pros y contras. Visitamos un par de tiendas de discos. La primera tipo Fnac, donde descubrimos el look manga agresivo de los grupos chochi-pop locales. Mucha formación en V, mucha coreografía y mucho disfraz, pero sobre todo, mucha infantilización sexy y mucha cara de lamer pomos en uniforme escolar. La segunda tipo discos metralleta, con gran surtido de vinilos de segunda mano en perfecto estado de conservación.

Para quedarme tranquilo saco dinero de un cajero ATM (los únicos que funcionan con tarjetas extranjeras son los de las Post Offices, o sea, las oficinas de Correos), que permiten un máximo de 10000¥ de una vez.

Incapaces de dar con los mochis, que suelen estar por todas partes pero hoy no aparecen, decidimos volver a la zona del hotel, aunque aún no ha oscurecido del todo, porque ya no somos personas y necesitamos dormir para mañana coger el día con fuerza. Pero la Yamanote Line es un peligro, y esta vez nos tienta con el barrio de Akihabara. Es el lugar conocido como barrio tecnológico, porque es donde se concentran la mayor parte de tiendas de electrónica y gadgets. Por supuesto, también está lleno de tiendas de varias plantas de porno y de los maid bars, unos lugares que no están a pie de calle y donde te atienden unas mozas con aspecto de menores y disfrazadas de cualquier oficio o época pero con aire putesco y otaku. Se puede conversar con ellas siempre que no les hagas preguntas personales. Como reclamo, las chicas se colocan en la acera tentando a los viandantes.

Pasamos por el barrio de puntillas, porque estamos hechos trizas, y vamos tirando para el hotel, parando antes para cenar en un McDonald's porque es una ocasión perfecta para probar el Filet-O, que es una hamburguesa de langostinos que sólo se encuentra en Japón. Está deliciosa, y menos asquerosamente deliciosa de lo que suele estar el rancho de McDonald's. Las patatas están inmundas. Para beber nos pedimos una especie de gaseosa dulzona color morado.

Deben ser las ocho y media de la tarde. Hacemos el check in en un santiamén, aquí se paga al llegar al hotel, no al salir, y llega el momento de encontrarse con las dimensiones tokiotas en lo que a estancias se refiere. La habitación consta de un baño con váter y bañera, pero de las que no permiten estirarse y te tapas las orejas con las rodillas. El lavabo está sobre la bañera y comparten grifo, y cuesta trabajo cerrar la puerta estando sentado en el váter. Todo el baño es una sóla pieza de plástico, y por la ventilación se cuela el ruido del tráfico exterior, que hace efecto gramófono. El resto de la suite está bastante aislada del ruido, no se oye nada, y eso que la ventana da a la calle principal por la que hay cuatro carriles mas otros dos elevados. Además de la cama, que debe ser de 1´40, no hay más que un pequeño pasillo donde poner las maletas y un mostrador con una tele pequeñita, una máquina de hervir agua, un dispensador de pañuelos, un cenicero y una bandeja con avíos para preparar té verde. Sobre la cama hay dos yukatas con sus correspondientes cinturones y dos pares de chanclas.

Me pongo la yukata y las chanclas y me miro al espejo. Me da un aire caciquil que recuerda al mismísimo Jesús Gil y me viene divinamente para hacer acto de aparición en el sento del hotel, sito en la planta baja y que permanece abierto toda la noche. Ha llegado la hora de entrar en contacto con este orgullo de la cultura japonesa que es el ducharse sentado en público y compartir bañera con desconocidos después. Veredicto: maravilla. Lo de ducharse sentado me parece lo más cómodo, sobre todo cuando uno está cansado, pero la gracia está más en la posibilidad de ducharse vertiéndose por encima palanganas de agua calentita a la temperatura exacta a la que al duchante le salga de la brinca del coño. Toda la vida, uno de los pensamientos peregrinos recurrentes a los que me he abandonado mientras me duchaba es por qué no construyen de una puta vez un grifo al que le pongas la temperatura que quieres y se acabe este tormento de hacer tuning con la fría y la caliente. Pues aquí lo tienen. Después está la superiordad indiscutible del torrente que se consigue con la palangana contra la mariconada del chorrito que sale por la alcachofa occidental. En fin, otro mundo. Así sentadito se puede uno abandonar a la tarea de darle gusto al cuerpo mientras encima lo asea, y después, oh más maravilla, se encuentra uno la bañera llena y humeante. Japón 1, occidente 0.

Como si me hubiesen inyectado un cóctel de valium y nolotil me arrastro de nuevo hasta la habitación haciéndome la promesa de no pasar ni una sola noche en Japón sin darme uno de estos baños y prácticamente me da el tiempo justo de quitarme la yukata antes de entrar en coma. Recuerdo que mi último pensamiento fue: "hostias, sí que tenía razón Ana, estas almohadas son una puta maravilzlzlazlzZZZZzzzz.zz....".

 

 

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